A lo largo del año litúrgico hay periodos de tiempo, tomados por meses, que tienen una dedicación especial. Así, por ejemplo, el mes de junio está dedicado al Sagrado Corazón de Jesús o el mes de mayo lo está a la Virgen María.
Entre estos especiales momentos espirituales no podemos dejar de mencionar el que se dedica al Santo Rosario. En el mes de octubre traemos al recuerdo a María, Madre de Dios y, también, Madre nuestra, en relación muy cercana con la vida de su Hijo Jesús.
Misterios entre Madre e Hijo
En el rezo del Santo Rosario, a lo largo de sus Misterios, existen momentos de especial relación entre Jesús y María. En ellos, la Madre de Dios se manifiesta, en todo su amor, como ejemplo, de humildad, entrega y, sobre todo, perdón.
De gozo
El gozo de sentirse madre, desde que el Gabriel le comunicara a María que Dios se había fijado en ella, sólo lo supo aquella joven judía y, claro, Quien la había elegido.
Pero al anunciar tuvo que suceder un querer, un amar antes de ver que la criatura que llevaría en su seno iba a ver la luz del día como le había prometido aquel enviado de Dios.
Y, como fruto de aquel anuncio, camino de Aim Karem, donde su prima Isabel había quedado embarazada. La estéril, como la llamaban, había concebido por especial gracia de Dios porque en su seno llevaba, seis meses ya, al que sería último gran profeta del Antiguo Testamento, allanador del camino que lleva al Reino de Dios y bautista de su primo Jesús.
Pero María tenía que volver al origen. El Hijo de Dios tenía que ver la luz y, como pobre entre los pobres y humilde entre los humildes, sólo podía hacerlo en un lugar pobre y humilde pero lleno de la majestad que el Rey del mundo representaba y era. Así lo reconocerían aquellos que, desde oriente, vinieron a adorarlo.
Nacimiento entre hermanos del Hijo de Creador pues una estrella marcó el camino que nunca debemos olvidar: desde el pasado hasta la infinita eternidad del definitivo Reino de Dios.
Para eso nació Jesús... para hacer nuevas todas las cosas.
Por eso, aquel anciano que esperaba ser consolado por Israel dijo lo que tenía que decir a María. Y ella guardó en su corazón lo bueno y lo malo: sería, su hijo, alguien a tener en cuenta; ella sufriría, con dolor de madre, el cumplimiento de la voluntad de Dios.
Y todo esto para bien del mundo... ¡Qué difícil debió resultar para una joven que presenta a su hijo en el Templo y lo espera todo de él!
No es de extrañar que tanto se enfadara María cuando Jesús los abandonó de camino a casa y se quedó en el Templo. Ella era la Madre de Dios pero era, sobre todo, madre. No le debió doler, seguramente, reprender a Jesús cuando lo encontraron hablando con aquellas personas tan sabias que en nada quedaban frente al Hijo de Dios, admiradas con la sabiduría que mostraba aquel joven de 12 años, edad crucial para un judío.
De luz
Por otra parte, no podemos olvidar que, como luz para el mundo, María ejerció el poder que tenía sobre Jesús. No iba a consentir que escaseara el vino en aquella boda.
Y Caná de Galilea fue el primer aviso de Quién era aquella persona que asistía, como invitado, a la fiesta de unión de los novios. Era la Madre de Dios y eso le daba el derecho de exigir una intervención del Hijo de Dios.
Y Él, como no podía ser de otra forma, no defrauda a quien consintió lo que Gabriel le dijera y a quien le había llevado en su seno, ya, en recuerdo que siempre se hace presente, para toda la eternidad.
De dolor
Y se cumplió lo que le había dicho Simeón. Espadas, no una sola, atraviesan el corazón de María en los momentos de Pasión de Jesucristo que al recaer sobre su Hijo se transforma en una gran pena no exenta de esperanza en lo porvenir.
Gethsemaní... oración sangrienta: primera espada.
Flagelación como castigo inmerecido: segunda espada.
Coronación de espinas a Quien era Rey: tercera espada.
Camino del Calvario... la cruz acuestas: cuarta espada que se mitiga con el encuentro entre Madre e Hijo.
Crucifixión de Jesús: quinta espada.
Y luego, Cristo, en la última agonía, entrega a María a Juan, el discípulo amado y, así, a todos nosotros. Ahora, desde entonces, es, por eso mismo, madre, la Madre de todo hijo de Dios.
Y nosotros, desde aquel momento eterno recibimos, con gozo, el aliento de quien, desde el cielo al que se ascendió, se hace, siempre, Madre nuestra.
Por eso, el mes de octubre es, también, un mes dedicado especialmente a María porque nos permite saber que, a pesar de lo sufrido y vivido como amargo por aquella joven que lo fuera al concebir al Hijo de Dios, supo decir sí, con su Fiat, y ser, para siempre, un espejo de luz donde mirarnos y aprender lo que significa, al fin y al cabo, darse a Dios.
Eleuterio Fernández Guzmán
Publicado en Soto de la Marina
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