Cuando María, la Madre de Jesús, en las bodas de Caná, obligó a su hijo, Jesús, a que convirtiera el agua en vino (aunque ella, claro, no sabía lo que iba a hacer) colaboró, con tal gesto, a hacer que la mujer ocupara un lugar muy importante en el seno de la Iglesia fundada por Jesucristo.
Luego, además, fue a una mujer, María Magdalena, a quien primero se apareció Cristo tras la Resurrección y, además, serían mujeres, junto a Juan, el discípulo amado, las que le habían acompañado hasta los mismos pies de la cruz.
Por eso resulta de todo punto inaudito que se pueda sostener que porque la mujer no pueda ser sacerdote (y, por eso, obispo o, incluso, Papa) la Iglesia la pretiere como si no fuera piedra viva que la constituya.
Nada más lejos de la realidad.
En el Discurso que Benedicto XVI pronunció en Luanda (Angola) el 22 de marzo de 2009 y, precisamente, relativo a la “promoción de la mujer” , atendió a la importancia que las hijas de Eva tienen en el mundo de hoy mismo, Así, dijo que “la historia habla casi exclusivamente de las conquistas del hombre, cuando, en realidad, una parte importantísima se debe a la acción determinante, perseverante y beneficiosa de las mujeres”.
Por eso, no es de extrañar que, en el mismo discurso, trajera a colación un escrito papal muy importante en relación con la mujer y que no es otra que la Carta apostólica “Mulieris dignitatem” escrita por su amado predecesor Juan Pablo II Magno. Allí dejó escrito que “sobre el designio eterno de Dios, la mujer es aquella en quien el orden del amor en el mundo creado de las personas halla un terreno para su primera raíz” (MD 29)
Por tanto, no es que la Iglesia fundada por Cristo tenga a la compañera del hombre como a algo inferior sino que, muy al contrario, la considera como verdaderamente le corresponde y merece: como el origen mismo de la sucesiva vida humana.
Tampoco extraña, por otra parte, que Benedicto XVI diga la verdad de las cosas. “En esas cosas” (se refiere a las migraciones forzadas, a las guerras, etc.) “casi siempre son las mujeres las que mantienen intacta la dignidad humana, defienden la familia y tutelan los valores culturales y religiosos”.
También tenía que hacer mención, el Santo Padre, a las mujeres que “se han consagrado al Señor” . Ellas “apoyándose en Él, se han puesto al servicio de los otros” y con su “presencia y virtudes” hacen, sin duda alguna, una Iglesia católica, y un mundo, mejor.
Hizo, además, referencia a la Carta a los obispos de la Iglesia católica, de la Congregación para la Doctrina de la fe (de fecha 31 de julio de 2004) y, en concreto, a su número 13. En tal Carta se habla de que “debido a que han sido dotadas por el Creador con una especial ‘capacidad de acogida del otro’, las mujeres tienen un papel crucial que desempeñar en la promoción de los derechos humanos” .
A continuación dice algo que resulta importante tener en cuenta y que ha de ir en el camino de romper con ciertos comportamientos ideológicos e, incluso, más allá de la ideología, simplemente personales: llama la atención sobre la importancia de “corregir toda idea errónea de que el cristianismo es, simplemente, un conjunto de mandamientos y prohibiciones”.
Entonces… ¿Qué considera la Iglesia católica sobre lo sucedido en el ámbito femenino durante los últimos decenios?
Pues lo que sigue: “la emancipación femenina ha sido y es un evento histórico, marcado por significados ambivalentes y contrastados, sobre los que debe ejercerse un discernimiento cristiano constante, paciente, inteligente y sabio, para sacar lo bueno para combatir lo malo, para orientar lo incierto” (cardenal Renato Raffaele Martino)
Indica, el cardenal Martino, tres retos muy importantes a los que ha hacer frente (y debe hacer frente) con relación a la mujer:
1.-La relación entre naturaleza y cultura (diferencia sexual, identidad del matrimonio y familia...)
2.-La formación (evitando los lastres culturales que “mortifican la dignidad de la mujer” )
3.-Respuestas a la pobreza (importancia de fomentar un mundo “más justo y solidario”.
Y es que, al fin y al cabo, aquellas palabras de san Pablo en la Epístola a los Gálatas, 3:28 ( “ya no hay judío ni griego, ni esclaro ni libre; ni hombre ni mujer” ) se han hecho ciertas, a lo largo de la historia de la Iglesia católica.
Como muy dijo el beato Juan Pablo II en unas palabras que bien podremos traer a colación ahora: “Te doy gracias, mujer, ¡por el hecho mismo de se mujer!”
Nada mejor, ni más cierto, es posible decir.
Eleuterio Fernández Guzmán