Muchas veces nos las prometemos muy felices porque nos sentimos tranquilos reconociéndonos hijos de Dios. Tenemos una fe y, por eso mismo, llevándola a la práctica (aunque según y cómo), caminamos creyéndonos que estamos en la seguridad de habernos ganado la vida eterna.
Sin embargo, no deberíamos estar tan seguros porque existe una enfermedad ante la cual resulta, a veces, difícil reaccionar: la que afecta a nuestro corazón y que tiene origen en la excesiva humanidad con la que, a veces, confraternizamos más de la cuenta.
A pesar de lo que pueda pensar una sociedad hedonista, relativista y llena más de mundanidad que de espíritu, aquella está necesitada de una verdadera liberación que acabe, precisamente, con los elementos que distorsionan lo que podría ser un vivir de una forma más acorde con la Ley de Dios que es, no obstante, la manera más acertada de llevar una vida humana y, por eso, de respeto hacia el prójimo.
Por eso dijo Benedicto XVI, en el Mensaje del 19 de octubre de 2008, día del DOMUND, que “La humanidad misma sufre, dice san Pablo, y alimenta la esperanza de entrar en la libertad de los hijos de Dios (cfr. Rm 8, 9-22)” y tal sufrimiento, aunque a veces acallado por el soborno que los bienes materiales infieren en el espíritu, requieren la presencia de Aquel que dio forma al ser humano y al mundo.
¿Dónde podemos encontrar tal liberación?
Sobre esto, dice el Santo Padre, en su Encíclica Spe Salvi (27) que “quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2,12)”.
Por tanto, liberación y Dios van unidos, a la perfección, de la mano y sin el Padre aquella ni es entendible ni posible.
Pero la enfermedad que, en muchas ocasiones, nos aqueja, y que no es otra que considerar la humanidad, el ser humanos, el ser materia, como más importante que el ser espíritu, también tiene, digamos, arreglo o, mejor, solución.
Por otra parte, en el Discurso que Benedicto XVI dirigió al 56 Congreso Nacional de la Unión de Juristas Católicos italianos (el 9 de diciembre de 2006) dijo, refiriéndose al papel que lo religioso ha de jugar en la sociedad actual, que “Al contrario, la religión, al estar organizada también en estructuras visibles, como sucede con la Iglesia, se ha de reconocer como presencia comunitaria pública”.
Porque, efectivamente, no cabe entender posible que se trate de apartar a los cristianos, aquí católicos, de una vida pública en la que estamos inmersos como unas personas más dentro del ámbito social.
Eso nos liberará del exceso de mundanidad que nos aqueja.
Ya recogió, al respecto, el Beato Juan Pablo II, en su Exhortación Apostólica Post-Sinodal Christifideles Laici (CL desde ahora) referida, precisamente, a la “vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo”, lo que, en realidad, es el origen de nuestra contribución a la vida común. Así en el punto 2 dice que “El llamamiento del Señor Jesús ‘Id también vosotros a mi viña’ no cesa de resonar en el curso de la historia desde aquel lejano día: se dirige a cada hombre que viene a este mundo”
Y nosotros, los que somos herederos de la Fe que fundamentó Jesucristo a lo largo de su vida pública, estamos en la obligación de hacer visibles nuestras creencias y de conformar, con ellas, una sociedad abierta al amor y a la misericordia de Dios.
Eso nos liberará del exceso de mundanidad que nos aqueja.
Sabemos, por otra parte, que la realidad no es como lo fuera en tiempos de Jesucristo. Sin embargo, las circunstancias, digamos, espirituales, no parecen haber cambiado nada de nada.
Así, sobre lo dicho arriba no es menos cierto que “Nuevas situaciones, tanto eclesiales como sociales, económicas, políticas y culturales, reclaman hoy, con fuerza muy particular, la acción de los fieles laicos. Si el no comprometerse ha sido siempre algo inaceptable, el tiempo presente lo hace aún más culpable. A nadie le es lícito permanecer ocioso.” (CL 3)
De aquí deriva, exactamente, la necesidad de establecer un compromiso claro entre el cristiano, aquí católico, y el mundo. Lejos de estar alejados de él (luego diremos lo que entiende el Santo Padre sobre esto) hemos de sentirnos concernidos por lo que sucede en el mundo que vivimos ya que, aunque peregrinemos hacia el definitivo Reino de Dios estamos en aquel y eso nos obliga, obligación grave, a no dejarnos vencer por la molicie o la mundanidad.
Eso nos liberará del exceso de mundanidad que nos aqueja.
¿Cómo hacer que nuestro papel de cristianos, de católicos, sea tenido en cuenta o, al menos, no lo hagamos de menos?
Hay una serie de expresiones que, indicadas por Jesucristo a lo largo de sus parábolas y su predicación, muestran, bien a las claras, qué es lo que podemos sentirnos y, sobre todo, hacia dónde podemos encaminar nuestros pasos. Tales expresiones han de sernos de ayuda para liberarnos de la mundanidad que tanto daño hace al Cuerpo de Cristo.
También lo recoge esto la Exhortación Apostólica citada arriba: “Las imágenes evangélicas de la sal, de la luz y de la levadura, aunque se refieren indistintamente a todos los discípulos de Jesús, tienen también una aplicación específica a los fieles laicos. Se trata de imágenes espléndidamente significativas, porque no sólo expresan la plena participación y la profunda inserción de los fieles laicos en la tierra, en el mundo, en la comunidad humana; sino que también, y sobre todo, expresan la novedad y la originalidad de esta inserción y de esta participación, destinadas como están a la difusión del Evangelio que salva” (CL 15)
Hay, por lo tanto, que ser sal para dar sabor evangélico a nuestras vidas y a las vidas del prójimo; ser luz para iluminar el camino de aquellas personas que se sientan perdidas en el mundo y no encuentran salida a sus, a lo mejor, apartadas vidas de Dios; ser levadura para que la Fe pueda crecer y ensanchar los corazones (ya de carne y no de piedra) tanto de los que creen como, sobre todo, de los que no creen pero pueden ser capaces de acoger la Palabra de Dios y obtener fruto del paso de sus sílabas por sus vidas.
Eso nos liberará del exceso de mundanidad que nos aqueja.
Y, sin embargo, a pesar de que es muy posible que sepamos, por una parte, qué hemos de hacer y, por otra parte, tengamos el sentido exacto de nuestra obligación, no vemos facilitada nuestra labor de cristianos porque las estructuras políticas del mundo, del siglo, no son, digamos, demasiado abiertas para con nosotros.
A esto se tuvo que referir Benedicto XVI cuando, en su viaje en 2008 (del 15 al 20 de abril) a Estados Unidos de América se dirigió a la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Tras hacer mención expresa del recordatorio que se hacia, en aquel año 2008, del aniversario (60) de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, no pudo por menos que recordar, en aquella sede del supuesto entendimiento universal, que hay más de un derecho humano que, por lo general, se respeta poco y, lo que es peor, se tiene la tendencia a respetar menos.
Ante lo que, en general, puede considerarse como la proliferación del respeto a la “libertad de profesar o elegir una religión” no es entendible, “Es inconcebible, por tanto, que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos –su fe– para ser ciudadanos activos. Nunca debería ser necesario renegar de Dios para poder gozar de los propios derechos” porque, precisamente, vernos obligados a renegar de Dios nos pone en brazos de la mundanidad que nos aqueja.
Y esto en el sentido, equivocado, de querer que los aspectos religiosos de la vida de los individuos queden confinados en el ámbito privado o, como mucho, en la sacristía que, como sabemos, al ser un lugar cerrado no puede influir en el devenir del mundo.
Por eso, los cristianos que vivimos en el mundo y que nos consideramos legitimados para intervenir en su devenir, no podemos permitir, sin más ni más, que sea violado nuestro derecho a profesar nuestra religión de forma tal que la doctrina que contiene sea llevada a la práctica por los que nos consideramos (y lo somos; ya lo dijo san Juan el versículo 1 del capítulo 3 de su Primera epístola) hijos de Dios.
De esa forma estaremos en disposición de sentirnos, verdaderamente, lo que somos y será, con toda seguridad, la mejor manera de sentirnos liberados de la mundanidad que nos aqueja y pretende alejarnos de Dios y de sumergirnos en una existencia pagana y carnal.
Eleuterio Fernández Guzmán