El Adviento es, más que nada, un tiempo de esperanza porque conociendo a Quien esperamos (Jesús) es bien cierto, como dice San Josemaría en la Homilía del primer domingo de Adviento de 1951, que “Hemos de echar fuera todas las preocupaciones que nos aparten de Él, y así Cristo en tu inteligencia, Cristo en tus labios, Cristo en tu corazón, Cristo en tus obras”.
Por eso, en este Adviento, el Hijo de Dios, Quien viene, el Emmanuel, ha de estar siempre en nuestro corazón y, desde ahí hacia fuera en el mundo en el que vivimos, nos movemos y existimos.
Así, recibiremos a Jesús cuando vuelva a venir, tras pasar otro tiempo de Adviento, como luz que ilumina nuestra existencia, como estrella perenne y eterna que nos deja su aliento.
El 20 de diciembre de 1978, el Beato Juan Pablo II, impartía una Catequesis (a modo de meditación) sobre el Adviento. Se refería, en ella, al sentido esencial de tal tiempo espiritual: Dios viene. Y viene “porque ha creado al mundo y al hombre por amor, y con él ha establecido el orden de la gracia”.
Sin embargo, además, la venida de Dios tiene una causa que no deberíamos olvidar: el pecado. Por eso dice el que fuera Papa que “por causa del pecado”, viene “a pesar del pecado”, viene “para quitar el pecado”.
Viene, pues, Dios; y, haciéndose hombre, cumple con su propia voluntad que consiste, sobre todo, en que “la gracia, es decir, la voluntad de Dios para salvar al hombre, es más poderosa que el pecado” siendo, éste, el principal motivo que separa al Creador de su criatura.
Por lo dicho hasta ahora el Adviento es, básicamente, un tiempo de Jesucristo. En este sentido, dos son los momentos, incluso, históricos (uno real, otro escatológico), que determinan la importancia absoluta de Cristo:
1.-La Navidad misma.
2.-La Parusía.
En cuanto Navidad, el Marana-Tha (Ven Señor) que tantas veces proclamamos en la liturgia o en las plegarias particulares, se hace real, efectivo, a modo de recordatorio de aquel momento en que María cumplió la promesa, en forma de Fiat, que le hizo a Dios.
Y así Jesús, en su pequeñez de niño, viene. Y está aquí, entre nosotros. Y es en este Adviento, ahora mismo, cuando Cristo no deja de estar con nosotros. De una forma misteriosa está y es esperado.
En cuanto a Parusía, no es poco cierto que cada vez que recordamos que Cristo nace, se acerca el momento de la segunda venida del Hijo de Dios. Por eso, el Mesías, al nacer, cumple la Misericordia del Padre que, otra vez más, vuelve a perdonar al pueblo que eligió y le ofrece la posibilidad de aceptar a su Hijo para ser salvado a través de un sacrificio que, ya, por ejemplo, había profetizado el profeta Isaías (capítulo 53).
Sabemos que muchos no aceptaron que aquel hijo de un carpintero de Nazaret llamado José fuera lo que parecía que era. Sin embargo, los que le creyeron (aunque tuvieran que esperar a la Resurrección para comprenderlo todo) nos transmitieron lo que, desde entonces, sabemos: en aquel establo de Belén Dios dijo “perdono”.
Es, por eso, este tiempo de Adviento tiempo del que viene, del que está entre nosotros para siempre, siempre, siempre.
Sin embargo, no podemos olvidar que también es un tiempo de María, Madre. También este Adviento lo es porque nunca podemos dejar de lado a quien, con su expresión de voluntad, quiso que la humanidad fuese salvada.
De dos formas María nos trae, cada Adviento: como presencia y como ejemplaridad.
Así, el estar de aquella joven que aceptó la propuesta hecha por Gabriel, nos sirve para traer, al ahora mismo, lo que ella quiso hacer y lo que eso supuso para la humanidad y que, como ejemplo, le sirve a la Iglesia como imagen de entrega a la voluntad de Dios porque hizo posible (y hace, cada Navidad, cada momento) que el Hijo del Creador entrara en la historia de su semejanza.
No podemos olvidar que, además de todo lo dicho, también este Adviento es tiempo de la misma Iglesia, Esposa del que viene.
También aquí hay que tener en cuenta dos aspectos: la Iglesia como misionera y la Iglesia como peregrina.
La misión de la Iglesia recibe un impulso cada vez que nace Jesús. Tal nacimiento no es, sólo, el momento en que comienza el año, digamos, espiritual o litúrgico sino que, además, supone la confirmación de lo hecho entonces por Cristo. El reinicio, por tanto, de la misión, justifica que hagamos todo lo posible para que se sepa que Cristo nace pero que se sepa que está, ya, aquí mismo.
Pero también la Iglesia en este Adviento se reafirma en su peregrinación hacia el definitivo Reino de Dios sabiendo que tiene siempre la compañía de Cristo, como Él mismo prometió y como ha cumplido, fiel Dios a su Palabra.
Es, éste, pues, un tiempo de clara esperanza, de reconocimiento de Dios en nuestra vida, de saber que, cuando transcurran los pocos días desde ahora mismo, también nosotros, en la fe, volveremos a nacer y seremos, así, salvados por el Salvador.
Eleuterio Fernández Guzmán