Hace muchos años escuché a un
sacerdote algo sucedido durante la II República Española. Transitando por donde trabajaban unos obreros, recibió gruesos insultos de los mismos. Uno
de ellos, como a modo de explicación, le dijo: es el odio. Y seguramente tenía
razón. La República suscitó nuevas expectativas, también en el mundo católico.
Pero ya en el periodo constituyente se perfila un marcado anticatolicismo.
Enseguida, en 1932, fracasa en Sevilla un pronunciamiento militar de signo monárquico.
No fue ni el primer intento ni el último de cambiar los acontecimientos por la
fuerza. La vida política se va tiñendo de radicalismo y es progresivamente
violenta. Cuando la CEDA gana las elecciones de 1933, trata de modificar los
excesos anteriores. Pero en ese periodo –el odio- surge el intento
revolucionario izquierdista que triunfó en Asturias, mientras fracasaba en
Madrid y Cataluña.
A
partir de la revolución de octubre de 1934 los españoles se inclinan a los
extremismos políticos sin arreglo posible. Es el odio. Las elecciones de
febrero de 1936 buscaron, más que el poder democrático, la potencia política
para aplastar definitivamente al enemigo. La convivencia se desgarra. Se odia.
No se puede recordar en unas apretadas líneas ni siquiera una síntesis de los
sucesos que precipitarán en la guerra civil. Ni siquiera se podrá afirmar
nítidamente hasta qué punto los desmanes acaecidos durante la República
propiciarían la asonada militar que impelería a esa lucha fratricida, pero es
bien cierto que hubo miles de mártires por el sólo hecho de ser católicos. El
triunfo de Franco propició la infiltración de la ideología nazi en el mundo
universitario y las represiones y purgas no se hicieron esperar. El odio entre
las dos Españas no había concluido.
Tal
vez la generosidad de gentes con diferentes tendencias, comenzó con la transición a propiciar el olvido, y quizá
incluso el perdón por parte de todos. Acaso, en esa etapa de la vida española,
comienza la verdadera concordia entre los sembradores del odio desde las
diversas trincheras reales o figuradas. Ingresamos, por fin, en una contienda
política respetuosa o moderada y el odio comienza a desaparecer de las vidas de
los españoles de entonces y de los posteriores. Pero un presidente de gobierno con su ley de Memoria Histórica, va poner
patas arriba la convivencia tan duramente trabajada. Porque, a partir de esos
momentos, la Memoria Histórica supondrá la resurrección de los fantasmas de
bastantes años atrás. La Memoria se hará de modo unilateral, quizá por pensar
que los otros ya hicieron la suya. Fuera como fuere, los manes del
resentimiento comienzan a reaparecer. Se recrea un ambiente guerra-civilista
casi ochenta años después.
Brotará esa nueva izquierda –marxismo puro-
encargada de atizar de nuevo los odios de antaño, justamente cuando apenas
quedan supervivientes de aquella contienda atroz ni de la República idealizada,
pero particularmente sectaria con la Iglesia. Ahora la memoria consiste en
quitar todo signo franquista, todo elemento que recuerde a los vencedores, a la
vez que no se escatiman esfuerzos para enaltecer a algunos vencidos de dudosa
catadura: Pasionaria, Lenin y Stalin tendrán sus calles y monumentos –algo que
para mi carece de interés- pero se inicia una nueva etapa en la que comenzamos
a construir la convivencia sobre el odio y esa especie no construye, devasta. Esta nueva izquierda, lo mismo que la
ultraderecha anterior (ciertamente testimonial y con poca fuerza), intenta acarrear
algo olvidado, pero que crece deprisa:
el odio. No es una lid política normal: y a mi me interesa esto mucho más que
la política partidista. Me importa mucho el impacto moral de una ideología del
odio avanzando como un fantasma.
Según el DRAE, el odio es antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se
desea. Muchos filósofos y literatos han escrito sobre el odio como lo más
opuesto al amor, mostrando que el odio puede generar aversión, sentimientos
de desastre, destrucción del equilibrio armónico. Recientemente, la muerte del
torero Víctor Barrio desató en las redes sociales una tormenta de odio quizá no
vista con anterioridad en nuestro país. En otro orden de cosas, no se entiende
el auge de los populismos sin el sustrato alimenticio del rencor. Está por
todas partes y no sólo en España, aunque aquí adquiera las características de
nuestra idiosincrasia que nos han dominado, acabando por imputar nuestra
infelicidad a quienes no son o no piensan como nosotros.
Plutarco había afirmado que el odio
es la tendencia a aprovechar todas las ocasiones para perjudicar a los demás.
El
afán legislativo de algunos les lleva a despachar disposiciones sobre la
Memoria que sobrepasan no sé si el límite de sus competencias, pero sí el de la
libertad, porque se inmiscuyen hasta en los dominios particulares para excluir
todo vestigio de un pasado que no gusta. La historia sucede como sucede y no
cambia porque se borre un escudo. Me da igual que sea franquista, republicano o
napoleónico. Recuerdo que delante el Ministerio de Exteriores italiano hay un estilizado obelisco con la inscripción:
Mussolini Dux. No seamos cainitas si
anhelamos convivir en serio, si demandamos que nadie nos tenga que decir a modo
de explicación del acontecer: es el odio.
P. Pablo Cabellos Llorente