Dice Benedicto XVI, en la Conclusión de la Exhortación Apostólica Postsinodal Sacramentum Caritatis (SC), que exhorta “a todos los laicos, en particular a las familias, a encontrar continuamente en el Sacramento del amor de Cristo la fuerza para transformar la propia vida en un signo auténtico de la presencia del Señor resucitado”. Con esto, aunque lógicamente no pertenezca a la última parte de este documento, queda claramente concretado el sentido de aquella: “misterio que se ha de vivir”.
Si hemos de creer en la Eucaristía como lo que es, como ese “Sacramento del amor de Cristo” y eso nos sirve de alimento celebrativo, la única conclusión a la que podemos llegar es que nuestra vida (espiritual y humana) se tiene que ver afectada, para bien, por esa savia procedente, directamente, del amor de Dios y, por lo tanto, cabe el anuncio de ese bien común y, claro, el ofrecimiento al mundo de todo ese, digamos así, provecho espiritual. O lo que es lo mismo, un vivir del pan y del vino.
En cuanto las especies (si son dos o si sólo es una las que recibimos) quedan depositadas en nuestro cuerpo quedamos unidos a Cristo. Sin embargo, no se crea que somos nosotros los que nos transformamos con ese misterio sino que “gracias a él acabamos por ser cambiados misteriosamente” (SC 70) que es, en un símil, como cuando oramos y hemos de saber que es Dios el que toma la iniciativa y no nosotros los que, por decirlo así, empezamos, pues él, como Padre, puso en nosotros esa posibilidad de estar, así, en contacto con nuestro Creador.
Por eso, esa vivencia del “precepto dominical” ha de provocar, en nosotros, una transformación moral que nos ayude a caminar por este mundo, llevando a cabo, así, y haciendo cumplir, un “coherencia eucarística” mediante la cual damos “testimonio público de la propia fe” (SC 83) y ese testimonio de vida que no separe Eucaristía y vida, que no rompa el vínculo de amor que recibimos en ese Sacramento de Caridad con el cual celebramos nuestra fe. Porque cabe, como lógico devenir de toda esta vivencia, un anuncio, un decir, un mostrar; porque cabe, también, llevar a cabo esa misión a la que nos comprometemos al fundirnos con Cristo, siendo, así, apóstoles modernos, otros Pedros y otros Juanes.
Así, “la misión primera y fundamental que recibimos de los santos Misterios que celebramos es la de dar testimonio con nuestra fe” (SC 85) porque lo que, en verdad, se ha de entender es que la Eucaristía, como Sacramento, hace que “el impulso misionero” sea “parte constitutivo de la forma eucarística de la vida cristiana “(SC 84, por los dos últimos entrecomillados”) y que hoy se hace necesario anunciar a Jesucristo como único Salvador pues es lo que, en definitiva, amamos y admiramos, compartimos y sentimos como comunidad cristiana. Vivir por Cristo, pues de Él tomamos alimento de eternidad, Misterio que, quizá, no entendamos pero que sabemos cierto porque lo tenemos arraigado en la fe que nos sustenta; vivir por Cristo porque Él “a precio de su sangre”, con ese precio, ganó para nosotros la salvación eterna, nuestra justificación, nuestro perdón al Padre; vivir por Cristo porque el mundo necesita esa vivencia y se hace, por ser hijo de Dios, acreedor de ese merecimiento.
Así, bien dijo Jesús (y recoge SC 88) que “El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. Es ese mundo que espera (porque aún muchos lo esperan aunque no lo sepan porque su corazón está necesitado de sentido escatológico) es el que lo necesita; ese anuncio, ese ofrecimiento de Dios que, a través de Jesús y de la Eucaristía, los puede salvar para siempre, por siempre, es lo que esperan, quizá, sin reconocer eso o, lo que es peor, sin verlo siquiera porque está cegado, el siglo, por el poder inmenso del tener y el sistema terrible de lo pragmático.
Es cierto que el Sacramento (éste) no es algo que se ha de circunscribir a cada individuo como tal sino que, al contrario, tiene un evidente sentido comunitario, que ese “cuando dos o más de vosotros…” como ya sabemos, es cierto, que no es una mera expresión que sirva de recordatorio sino que, al contrario, tiene plenos poderes traídos desde el Reino de Dios. Por eso, como todos son hermanos y hermanas nuestras, todos necesitarán conocer la Verdad que está inscrita en la Eucaristía, cómo pueden alimentarse con ese ser Cristo porque con ser Cristo se realiza el Misterio mismo, y ser otros Cristos no es, sino, llevar a cabo el anuncio esperado, transmitir el bien común que nos da en este Sacramento de Caridad porque el mundo necesita santificarse y salvaguardar, en sí mismo y para sí, la creación en la que se encuentra incluido como manifestación de la sabiduría eterna de Dios, Creador de todo eso que llamamos mundo y hombre.
Dice Jesús (y recoge SC 97) que “yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo“ y es aquí, en la Eucaristía que el Mesías constituyó, creó y formó, en la última Cena, para perpetuación de Su memoria y de la Palabra de Dios y recuerdo eterno de su doctrina, donde cabe buscarlo, donde cabe encontrarnos.
Eleuterio Fernández Guzmán