De muchas maneras se puede definir la
palabra “Santo”. Por ejemplo, es santa aquella persona que ha amado a
Dios sobre todas las cosas, cumpliendo, así, su voluntad. Por eso, no
sólo lo son las personas que están en los altares porque a nosotros
también nos es dado amar al Padre y podemos llamarnos, así, santos.
Por tanto, por la forma del amor, a nadie
le está vedado ser santo sino, al contrario, favorecida tal
posibilidad porque depende de nuestra voluntad cumplir tal mandamiento
divino.
Así, sabemos cómo se puede ser santo y,
entonces, quién puede serlo.
Por eso, ante la situación de la fe por
la que pasa nuestra sociedad, bien podemos exclamar, con San Josemaría,
lo que éste dice en el nº 301 de su libro “Camino”: “Un
secreto. —Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de
santos. —Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad
humana. —Después... "pax Christi in regno Christi" —la paz de Cristo
en el reino de Cristo”.
Por su parte,
Benedicto XVI, al referirse al día de Todos los Santos, en 2007, dice
que el cristiano “ya es santo, pues el Bautismo le une a Jesús y a su
misterio pascual, pero al mismo tiempo tiene que llegar a ser santo,
conformándose con Él cada vez más íntimamente”. Entonces “A veces se
piensa que la santidad es un privilegio reservado a unos pocos
elegidos. En realidad, ¡llegar a ser santo es la tarea de cada
cristiano, es más podríamos decir, de cada hombre!”
Realidad de
Cristo es que los hijos de Dios formamos parte del Cuerpo de Aquel
(imagen, ésta, dotada de mucha fuerza, porque representa todo el
depósito de la fe en la que vivimos y existimos)
Por tanto, la
santidad está destinada a todos.
Santidad actual
Dice el evangelista Mateo, o recoge, una
expresión de Jesucristo que centra, muy bien, la cuestión de la
santidad hoy día porque supone, en realidad, un buen punto de partida:
“sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es
perfecto” (Mt 5, 48) que es, más exactamente, una parte de lo que
sigue al Sermón del Monte en el que predicó acerca de las
Bienaventuranzas.
Hay que ser, pues,
perfectos, aunque sabemos que no es, tal realidad espiritual, nada
fácil de conseguir. Por eso, vale la pena recordar lo que en el
Génesis (17, 1) dice Dios: “Anda en mi presencia y sé perfecto”
porque, al menos, nos dice que hemos de tener presente, siempre, a
Dios en nuestra vida y tal presencia la hemos de transformar en fruto
para que pueda decirse de nosotros lo que San Josemaría dice y que no
es otra cosa que “Ojalá fuera tal tu
compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al
oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo” (número 2 de “Camino”)
Pero, para
que tengamos conciencia de lo que la santidad supone, el Concilio
Vaticano II, en la Constitución Lumen Gentium (11) dejó dicho que
“Todos los fieles, cualesquiera que sean su estado y condición, están
llamados por Dios, cada uno en su camino, a la perfección de la
santidad, para lo que el mismo Padre es perfecto”. Entonces, “A todos
los cristianos nos pertenece, por propia vocación, buscar el reino de
Dios, tratado y ordenado según Dios los asuntos temporales” (Ibídem,
31)
Por tanto,
además, de tener a Dios en nuestras vidas, hemos de llevar a la
práctica lo que el Concilio Vaticano II llama “asuntos temporales” es
decir, aquellos que corresponden a nuestras vidas mientras
peregrinamos por el mundo hacia el definitivo reino de Dios.
Ordenar la
vida según Dios es lo que, fundamentalmente, nos acerca a la santidad,
lo que nos procura el Amor del Padre y lo que, al fin y al cabo, nos
hace santos.
Vemos, pues,
que todos los santos que en el cielo no son todos los santos que en el
mundo hubo sino una porción de las personas a las que se les
reconoció, y se reconoce, el cumplimiento de la perfección citada
supra.
Y, sobre todo
esto dicho, las Sagradas Escrituras dice esto tan importante:
“Sed santos
para mí, porque yo, Dios, soy santo, y os he separado de las gentes
para que seáis míos”, en Lev 20:26.
“Pero el que
guarda sus palabras, en ese la caridad de Dios es verdaderamente
perfecto. En esto conocemos que estamos en Él”, en 1Jn 2, 5.
“Por cuanto
que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que
fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad”, en Ef 1, 4.
Por eso,
porque fuimos elegidos desde la misma eternidad, merece Dios la
santidad que nos reclama pero no como deuda sino como pura devoción y
amor.
Eleuterio Fernández Guzmán