Cuando los Apóstoles recibieron el
Espíritu Santo en aquel día de Pentecostés supieron, de inmediato, que
tenían una misión que cumplir y que, desde aquel mismo momento, nada
iba a ser igual que antes y que sus vidas no serían las mismas.
Recoge el evangelista San Lucas en sus
Hechos de los Apóstoles (2, 1-11) cuando escribe que “Al llegar el día
de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente
vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que
llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas
lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno
de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a
hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse.
Había en Jerusalén hombres piadosos, que allí residían, venidos de
todas las naciones que hay bajo el cielo. Al producirse aquel ruido la
gente se congregó y se llenó de estupor al oírles hablar cada uno en
su propia lengua. Estupefactos y admirados decían: ‘¿Es que no son
galileos todos estos que están hablando?’ Pues ¿cómo cada uno de
nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? Partos, medos y
elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia,
Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene,
forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos les
oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios.”
Aquel fue un momento muy importante para
la Iglesia católica naciente porque suponía el punto de partida desde
el cual la Palabra de Dios y el ejemplo del proceder y del hacer de
Cristo iban a difundirse por todo el mundo, a todas las gentes. Y lo
fue porque, el primer Papa, a la pregunta de qué tenían que hacer para
aceptar a Cristo, les dijo a los presentes (Hechos 2, 38-41)
“Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre
de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don
del Espíritu Santo; pues la Promesa es para vosotros y para vuestros
hijos, y para todos’ los que están lejos, para cuantos llame el
Señor Dios nuestro. Con otras muchas palabras les conjuraba y les
exhortaba: ‘Salvaos de esta generación perversa.’ Los que acogieron su
Palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas 3.000 almas.”
Pero no se debería creer que el envío del
Espíritu Santo fue cosa de aquellas personas que estuvieron en el
lugar adecuado y en el momento adecuado. Hoy mismo, Jesús nos envía el
mismo Espíritu que llenó de espiritual vida a sus primeros discípulos.
Y, sin embargo, con ser muy bueno esto no es menos buena la obligación
que se nos impone a cada uno de los creyentes.
Por ejemplo, tenemos sobre nuestro
corazón y, así, sobre nuestra vida, un compromiso firme de vivir
nuestra fe de una forma completa y no alejada de la voluntad de Dios.
Por ejemplo, nos obliga (obligación
gozosa) a mantener la esperanza que todo hijo de Dios nunca debe
perder porque, de hacerlo, demostraría que ha dejado de creer en la
Providencia del Creador y sería, tal, un pecado, precisamente, contra
el Espíritu Santo que es, como sabemos, de los que no se perdona.
Pero también, por ejemplo, a ser fuertes
en la adversidad y ante las asechanzas del Mal y del Príncipe de este
mundo. El Espíritu lo es de fortaleza y, por lo tanto, la misma es un
arma espiritual de la que no podemos ni debemos desprendernos nunca
por nuestro propio bien.
Por eso hoy mismo, y mañana y pasado
mañana, es, simbólicamente, Pentecostés. Y lo es porque cada uno de
nosotros, fieles discípulos de Cristo, recibimos Su Espíritu que nos
acompaña siempre y siempre nos auxilia.
En realidad, esto es así porque el
Espíritu Santo nos lleva a los creyentes en Dios Todopoderoso y en su
Hijo Jesucristo a un encuentro con Cristo, Salvador Nuestro que nos
hace hermanos con todas sus consecuencias. Además también posibilita
tener una relación profunda en el Emmanuel. Y esto es así porque
Jesús, el Mesías enriqueció a la Iglesia católica y la sigue
enriqueciendo con sus dones y carismas y los mismos se muestran en
multitud de casos más que conocidos, siendo el primero de ellos,
precisamente, el Espíritu Santo.
Pentecostés (el primero de ellos fue aquel día después de que hubieran
pasado cincuenta días de la resurrección de Cristo) fue esencial para
el cristianismo pero el que celebramos, espiritualmente, cada día
(como envío y conversión) debería ser fundamental para cada uno de
nosotros, herederos de aquellos primeros discípulos y no nos debería
hacer olvidar ni quiénes somos ni a qué estamos destinados.
Eleuterio Fernández Guzmán
Publicado en Soto de la Marina
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