29 de junio de 2012

Un tiempo de esperanza que, además, lo es

 



Benedicto XVI, en su Carta Encíclica Spe salvi (Ss desde ahora), nos ofrece ciertos instrumentos y nos da pistas sobre cómo ha de ser nuestra existencia como hijos de Dios y, sobre todo, cómo ha de ser nuestra esperanza o confianza absoluta en la Providencia de Dios.

En primer lugar “Se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino” (Ss 1)

Y la meta a la que todo cristiano quiere, y debe, llegar, es la salvación eterna pues nada justifica, mejor, una actuación y un proceder.

Algo se requiere, de todas formas, para tocar, con los dedos del alma, tal estado de perfección espiritual: “llegar a conocer a Dios, al Dios verdadero, eso es lo que significa recibir esperanza” (Ss 2)

Por lo tanto, en este tiempo en el caminamos hacia el definitivo Reino de Dios tenemos que poner nuestra confianza, ese fiarse sin el cual nada del resto es posible, en Aquel que vino a salvarnos, a ofrecernos la posibilidad de aceptar la salvación o, por el contrario, rechazar la vida eterna. Es Jesús el que “habiendo muerto Él mismo en la cruz”, había traído “algo totalmente diverso: el encuentro con el Dios vivo y, así, el encuentro con una esperanza más fuerte que los sufrimientos de esclavitud, y por ello transformar desde dentro la vida y el mundo” (Ss 4)

Y, sobre todo, necesitamos eso que supo, muy bien, definir Jesús cuando contestó a Tomás, el llamado incrédulo, “Feliz el que crea sin haber visto” (Jn 20, 29): Fe.

Pero tener fe no es, sólo, la forma de creer en Dios (con ser eso importante por sí solo) al que no se ve; tener fe “nos da algo”, dice el Santo padre, en Ss 7. Y ese algo es  “Algo de la realidad esperada, y esta realidad presente constituye para nosotros una ‘prueba’ de lo que aún no se ve” (Ss 7) Además, ese creer sin ver tiene, por si fuera ya poco su efectividad espiritual, “un nuevo fundamento sobre el que el hombre puede apoyarse, de tal manera que precisamente el fundamento habitual, la confianza en la renta material, queda relativizado” (Ss 8)

Es, por tanto, la esperanza, en cuanto virtud cristiana, el exponente directo del Amor de Dios encarnado en Jesucristo porque a través del Hijo podemos hacer la voluntad del Padre y eso puede salvarnos porque, aunque es cierto que es Dios Quien salva no es menos cierto aquello que dijera san Agustín: “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Por lo tanto, es requerida nuestra eficaz intervención y nuestro gozo en esa intervención demandada.

Y es en esa esperanza en la que debemos apoyarnos, en la que sostener nuestra vida. Esperar ser reconocidos en ella, “tener esperanzas –más grandes o más pequeñas- que día a día nos mantengan en el camino” (Ss 31)

Pero, a pesar de esa llamada de Benedicto XVI a que seamos capaces de tener esperanzas para valernos de ellas para nuestro bien, no ha de creerse que nos basta con la humana voluntad de ser, o al menos parecer tener, esperanza. No. Nos es necesario lo que el Santo Padre llama “gran esperanza” (Ss 31) No hay que, siquiera, dudar, de Quién es esa esperanza que es grande: “Dios que abraza el universo y que nos puede preparar y dar lo que nosotros, por sí solos, no podemos alcanzar”  (Ss 31) Y es que el Reino de Dios (a veces situado, por nosotros, en un más allá demasiado lejano) no es algo que sirva de consuelo a los afligidos y que, sin embargo, no exista; muy al contrario, “está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza” (Ss 31)

Por lo tanto, se requiere dos cosas: amar a Dios y permitir que su amor nos alcance.

A pesar de lo que puedan parecer estas peticiones no son muy fáciles de responder positivamente hoy día: subjetivismo rampante y nihilismo difundido desde las instancias más altas de la sociedad no favorecen, en exceso, la apreciación de Dios y de su Reino amándole a Él. Es, al contrario, tarea dificultosa y, según los parámetros con los que se vive hoy día, inútil y que no lleva a ninguna parte. Tal es la ceguera voluntaria que puede producirse (y se produce) 

Y es que todo lo dicho hasta ahora, y lo que cada cual pueda pensar, sobre su actitud, depende exclusivamente de una voluntad fuerte y que proclama lo verdadero (y única esperanza) que vale la pena tener y seguir: Dios.

Porque, además, este tiempo de esperanza lo es verdaderamente, sin los tapujos y las trampas del hombre, porque lo es de Dios y porque en ella somos, en ella nos formamos y en ella existimos.

Eleuterio Fernández Guzmán 

Publicado en Soto de la Marina 

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