Hay noticias que le llenan a uno el corazón de zozobra y tristeza
porque son manifestación de un querer pero, en el fondo no poder y de
expresión de una voluntad de ser todopoderoso pero con minúscula,
diosecillos mundanos que pretenden ser Quien no nunca podrán ser.
Hace poco ha saltado a la palestra de la realidad el hecho de que en
Canadá a una instancia jurisdiccional le ha dado por demostrar que puede
hacer lo que no se puede hacer: disponer de la vida ajena aunque la tal
disposición pueda quedar disimulada por la expresión de la ley o norma
humana.
Al parecer, una juez del Tribunal Supremo de la provincia canadiense
de la Columbia Británica le ha parecido justo declarar que es
inconstitucional una ley que prohibía el suicidio asistido y que es lo
que denominamos, por lo común, eutanasia. Esto lo que, en principio,
quiere decir es que a partir del momento en el que la nueva legislación
entre en vigor, los enfermos físicamente discapacitados podrán ser
enviados al otro mundo con el beneplácito de legisladores y jueces.
No extraña, ante esto, que los obispos de Canadá hayan puesto, nunca
mejor dicho, el grito en el cielo porque permitir tal aberración sólo es
propio de quien desprecia mucho al género humano. Por eso, con toda
razón, el arzobispo Smith ha afirmado que “la posición de la Iglesia
católica es clara sobre esta cuestión: la vida humana es un don de Dios.
Por esta razón, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, en su
nº 2.280, ‘nosotros somos los administradores y no los propietarios de
la vida que Dios nos ha confiado. No podemos disponer de ella’” porque
una cosa es que Dios nos entregara nuestra vida para ser vivida y otra,
muy distinta, creer que es, al fin y al cabo, nuestra para hacer con
ella lo que más nos convenga y, mucho menos, con la del prójimo.
Esto, lo sucedido en Canadá afecta no sólo a la población de aquella
nación americana sino, por referirse a seres humanos nos vemos todos
afectados por una razón tan simple como que todos somos hijos de Dios y,
por eso mismo, lo que pasa a uno de nosotros nos pasa, en el fondo, a
todos.
Pero hay personas que, en verdad, creen que pueden hacer lo que no
pueden ni deben hacer y que es disponer de la vida del prójimo. Tal
forma de actuar no es válida ni permisible ni debería serlo porque jamás
el fin justifica los medios y, menos aún, cuando se trata de personas
muy enfermas y, seguramente, indefensas ante lo que se pueda hacer con
ellas. En tal caso, debería prevalecer siempre la misericordia y el
entendimiento de la situación por la que estén pasando.
Tampoco debería extrañar que, por ejemplo, el arzobispo castrense de
España, don Juan del Río diga que “Por eso, no es razonable, ni humano,
que en estos tiempos en que las ciencias médicas han logrado una mayor
capacidad de velar por la salud y la vida se atente contra los no
nacidos y contra aquellos que están al final de sus días”. Y se refiere,
por supuesto, a los avances que, en medicina, existen hoy día y que
podrían, seguramente, hacer llevar una vida más llevadera a quien se
pretende matar haciendo uso de una falsa bondad o un evitar más dolor a
quien lo padece. Sólo Dios puede tomar tal decisión y no el ser humano,
criatura, al fin y al cabo, creada por el Todopoderoso.
Y, para que se vea y se sea consciente de que la defensa de la vida
importa allende nuestras fronteras, el Obispo de San Luis (Argentina),
monseñor Pedro Daniel Martínez, ha dado a la luz pública una Carta
Pastoral sobre la Vida en la que dice cosas muy interesantes pero que
muchas veces se olvidan por intereses bien mundanos, bien egoístas.
Así, por ejemplo, dice algo que es obvio pero que no deberíamos
olvidar nunca y que es que “La vida tiene un valor sagrado, incluso
cuando se viva en circunstancias difíciles. Importante y fundamental
también porque se refiere al primero de los derechos de cada ser humano:
a la vida”, que es una buena forma de partir hacia una solución
adecuada de determinadas situaciones que pudieran parecer irresolubles
si no interviene la eutanasia.
Pero dice más. Por ejemplo, que “Ninguna circunstancia, ninguna
finalidad, ninguna ley del mundo -nos enseña el beato Juan Pablo II-
podrá jamás hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser
contrario a la Ley de Dios, escrita en el corazón de cada hombre,
reconocible por la misma razón, y proclamada por la Iglesia” (Evangelium
vitae, n.62).” porque, en efecto, no debería haber circunstancia que
sirviera de excusa para según qué comportamientos, digamos,
“científicos”.
En realidad, nadie puede disponer de la vida ajena a no ser que tenga
ciertos delirios de la grandeza que, actuando así, nunca podrá alcanzar
ni tener. A lo sumo se hará acreedor de una calificación tal horrible
como la de colaborador en la muerte de un ser humano. Y eso, ni a los
hombres pero, por supuesto, ni a Dios, gusta.
Eleuterio Fernández Guzmán
Publicado en Análisis Digital
No hay comentarios:
Publicar un comentario