6 de septiembre de 2013

Lo que vale la pena de nuestra fe


ELEUTERIO




Muchos creyentes han escrito acerca de las razones que le llevaron a ser católicos. Es cierto que, casi siempre, lo somos porque se nos bautizó cuando no podíamos decidir nada y eso está más que bien porque es un derecho que ningún padre católico puede negar a sus hijos y el Bautismo es un Sacramento tan importante que con él se nos considera hijos de la Iglesia que Cristo fundó y que luego vino a darse en llamar católica. 

Pero es cuando tenemos, como se dice, “uso de razón” o más tarde sin con ella no somos capaces de entender ciertas realidades espirituales, cuando nos podemos plantear qué es lo que vale la pena de nuestra fe o, en realidad, las razones por las cuales, ahora sí conscientemente, somos católicos.

Cada cual, claro, tiene las suyas y, si es capaz de no esconderlas bajo algún que otro celemín (podrían servir a muchos a convertirse o a ser más conscientes de lo que supone ser católico) podría decir, por ejemplo, esto que sigue.

En su libro “Paradoja y misterio de la iglesia”, H. De Lubac dice, entre otras cosas que “Incluso los que la (iglesia) desprecian, si todavía admiten a Jesús, ¿saben de quién lo reciben? … Jesús está vivo para nosotros. Pero ¿en medio de qué arenas movedizas se habría perdido, no ya su memoria y su nombre, sino su influencia viva, la acción de su evangelio y la fe en su persona divina, sin la continuidad visible de su iglesia?… ‘Sin la iglesia, Cristo se evapora, se desmenuza, se anula’. ¿Y qué sería la humanidad privada de Cristo?”

La Iglesia católica, pues, nos da a Jesucristo y, por tanto, la presencia de Cristo en la humanidad no se puede encontrar contra la Iglesia católica.

Así, es una razón poderosa, fuerte y, a la vez, conmovedora sostenerse en el Hijo de Dios, hermano nuestro, para saberse miembro, piedra vida, de lo que Él mismo creó entregándole las llaves a Pedro (“A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos”-Mt 16, 19- le dijo Jesús a Pedro antes de que al primer Papa le entrara Satanás y quisiera negar que pudiera pasar lo que Jesús le decía acerca de su prendimiento y muerte, cuando, al contrario, todo estaba establecido en el Plan de Dios).

Es Cristo quien nos reúne, en una verdadera fraternidad de Amor a los que estamos de acuerdo en que a través del Hijo de Dios, en el seno de su Esposa, conformamos nuestra vida según un mensaje dejado por Aquel que entregó su vida, precisamente, para que nuestra salvación se consumara.

Lo que vale la pena de nuestra fe católica es darse cuenta de que separarse de Cristo, de la Iglesia que fundó es, en una manera cierta y exacta, abandonar la vid de donde nace la vida que es necesaria al sarmiento y quedar, entonces, apartado para ser quemado (Jn 15, 6: ”Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden”).

También vale la pena reconocer que cuando Jesús, en la Última Cena, instituyó la Santa Misa no dijo, esto es “como” mi cuerpo o “como” mi sangre” sino, exactamente (Mc 14, 22-24): “Y mientras estaban comiendo, tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio y dijo: ‘Tomad, este es mi cuerpo.’ Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio, y bebieron todos de ella. Y les dijo: ‘Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos’”. Por eso no se trata de una presencia que está pero no está sino que, tras la transubstanciación, las especies pan y vienen a ser el Cuerpo y la Sangre de Cristo, Su Cuerpo y Su Sangre. Y tal realidad es fundamental para darnos cuenta de que Cristo está, siempre, con nosotros.

Por eso, además, para que no hubiera duda al respecto de lo que diría después, estando en la sinagoga de Cafarnaúm dijo “Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre” (Jn 6, 55-58) y ha de valer la pena comer tal pan a sabiendas de que es alimento para la eternidad porque de la eternidad viene, antes de todos los tiempos fue hecho, antes de todo.

También vale la pena de nuestra fe católica entender que, junto a la insustituible importancia de las Sagradas Escrituras, la Tradición y el Magisterio nos ayudan a comprender, lo mejor posible, nuestra fe y lo que la misma significa para los que nos consideramos herederos, en cuanto creencia, del Mesías y porque tanto una como otro son herramientas espirituales que no podemos desdeñar ni dejar de lado, por ejemplo, aplicando la llamada Sola Scriptura. Sería suficiente, a tal respecto, considerar lo dicho por San Pablo en la segunda Epístola a los Tesalonicenses cuando dejó escrito “Así pues, hermanos, manteneos firmes y conservad las tradiciones que habéis aprendido de nosotros, de viva voz o por carta”.

Pero esto sería, seguramente, materia de otro momento… Baste, ahora, con apuntar que dejar de lado todo lo que no sea Sagrada Escritura es hacer muy de menos a Quien iluminó la misma y como si el Creador no permitiese que su semejanza pudiera argumentar sobre el sentido, para cada tiempo, que podía tener aquello que se escribió sin, por eso, desvirtuar nada de lo que se fijó por escrito. Por eso, también vale la pena nuestra fe católica.

Y, en resumidas cuentas, lo que vale la pena de nuestra fe católica es saber que es la verdadera, la que Dios quiso y quiere para el mundo. Y eso es más que suficiente.

Eleuterio Fernández Guzmán
Publicado en Análisis Digital

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