Miércoles XXII del tiempo
ordinario
Lc 4, 38-44
En aquel tiempo, saliendo de la
sinagoga, Jesús entró en la casa de Simón. La suegra de Simón estaba con mucha
fiebre, y le rogaron por ella. Inclinándose sobre ella, conminó a la fiebre, y
la fiebre la dejó; ella, levantándose al punto, se puso a servirles. A la
puesta del sol, todos cuantos tenían enfermos de diversas dolencias se los
llevaban; y, poniendo Él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba. Salían
también demonios de muchos, gritando y diciendo: ‘Tú eres el Hijo de Dios’.
Pero Él, conminaba y no les permitía hablar, porque sabían que él era el
Cristo.
Al hacerse de día, salió y se fue a
un lugar solitario. La gente le andaba buscando y, llegando donde Él, trataban
de retenerle para que no les dejara. Pero Él les dijo: ‘También a otras
ciudades tengo que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he
sido enviado’. E iba predicando por las sinagogas de Judea.
COMENTARIO
Dios no había
enviado a su Hijo a pasar el rato entre sus hermanos los hombres. Muy al
contrario es la verdad porque tenía que cumplir una misión bien clara: hacer
cumplir la Ley de Dios y, precisamente, la primera norma de la misma es el
amor, la caridad, el ayudar al prójimo.
Cuando
Jesús cura a una persona que está endemoniada, a la suegra de Simón o a tantos
enfermos como curó lo hizo porque era lo que tenía que hacer. Cumplía, así, la
voluntad del Padre y no hacía más que lo que era importante hacer: salvar a
quien necesita ser salvado.
Jesús
anuncia la Buena Noticia que no era más, ni menos, que decir que el Reino de
Dios había llegado al mundo y que Él era el enviado de Dios, el Mesías, Quien
tenía que venir para salvar al mundo. Por eso dice que había salido para eso. “Había
salido” porque, en efecto, venía del Padre y de parte del Padre.
JESÚS, ¡cuánto trabajo tuviste que hacer en bien de tus
hermanos! Ayúdanos a llevar a cabo, siempre, la voluntad de Dios
Eleuterio
Fernández Guzmán
No hay comentarios:
Publicar un comentario