“Santísima Virgen, yo creo y confieso vuestra Santa e
Inmaculada Concepción pura y sin mancha.
¡Oh Purísima Virgen!,
por vuestra pureza virginal,
vuestra Inmaculada Concepción y
vuestra gloriosa cualidad de Madre de Dios,
alcanzadme de vuestro amado Hijo la humildad,
la caridad, una gran pureza de corazón,
de cuerpo y de espíritu,
una santa perseverancia en el bien,
el don de oración,
una buena vida y una santa muerte.
Amén”
En muy breve espacio de tiempo celebraremos la
Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, Madre de Dios y
Madre nuestra. Y, aunque, por la Tradición sabemos que desde los
primeros tiempos los fieles cristianos tenían por cierto que Dios
preservó a María del pecado original y la hizo, por eso mismo,
Inmaculada, fue el Papa Pío IX el que, el 8 de diciembre de 1854, por
medio de su Bula Ineffabilis Deus dijera que
“declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina
que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda
mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por
singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los
méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por
Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los
fieles…”
Y, para confirmar lo dicho por aquel Santo Padre que
en a mitad del siglo XIX fijó por escrito lo que tenido por bueno por
los fieles católicos, un sucesor suyo, Pío XII, en este caso el día de
la celebración de la Natividad de María (8 de septiembre) dio a luz
pública la encíclica “Fulgens corona” en la que dijo que “Si en un
momento determinado la Santísima Virgen María hubiera quedado privada de
la gracia divina, por haber sido contaminada en su concepción por la
mancha hereditaria del pecado, entre ella y la serpiente no habría ya
-al menos durante ese periodo de tiempo, por más breve que fuera- la
enemistad eterna de la que se habla desde la tradición primitiva hasta
la solemne definición de la Inmaculada Concepción, sino más bien cierta
servidumbre”.
Todo, pues, está bastante claro. No podía ser de otra manera y María sólo podía nacer libre del pecado original.
En realidad, si alguien es capaz de, serenamente,
pensar acerca de la necesidad de que quien iba a ser la madre del
Salvador, no tuviera el baldón del pecado original en y sobre su alma,
se dará cuenta de que:
1º.-Para Dios era mejor que su Madre fuera Inmaculada y que, por lo tanto, no tuviera la mancha del pecado original.
2º.-El poder de Dios podía hacer que, en efecto, su Madre naciera sin mancha.
3º.-El Creador hizo que María naciera Inmaculada.
Estos argumentos, defendidos por Duns Scotto, nos
ponen sobre la pista de que el hecho de que María sea Inmaculada era lo
único que podía ser para que la historia de la salvación siguiese por
el camino recto que Dios había trazado.
1. Para Dios era mejor que su Madre fuera Inmaculada: o sea sin mancha del pecado original.
2. Dios podía hacer que su Madre naciera Inmaculada: sin mancha.
3. Por lo tanto: Dios hizo que María naciera sin
mancha del pecado original. Porque Dios cuando sabe que algo es mejor
hacerlo, lo hace.
Dice, al respecto de la Inmaculada Concepción de
María, el Beato Juan Pablo II (5 de diciembre de 2003) que con la misma
“comenzó la gran obra de la Redención, que tuvo lugar con la sangre
preciosa de Cristo. En Él toda persona está llamada a realizarse en
plenitud hasta la perfección de la santidad”. Y Benedicto XVI (8 de
diciembre de 2006), que “María no sólo no cometió pecado alguno, sino
que fue preservada incluso de la herencia común del género humano que es
la culpa original, por la misión a la que Dios la destinó desde
siempre: ser la Madre del Redentor”.
María, Madre de Dios e Inmaculada, Madre nuestra,
intercede por tus hijos ante Dios Nuestro Señor y procúranos el bien
para nuestro corazón y nuestra alma.
Eleuterio Fernández Guzmán
Publicado en Análisis Digital
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