No es poco cierto que en algunas
ocasiones y según qué circunstancias puede tener asiento en nuestro
corazón la duda acerca de si Dios nos escucha y, lo que es peor para
nosotros, si responde a lo que le decimos en nuestras oraciones o
súplicas.
Las Sagradas Escrituras tienen respuesta,
también, para esto. Lo dice el Salmo 4:
“Cuando clamo,
respóndeme, oh Dios mi justiciero, en la angustia tú me abres
salida; tenme piedad, escucha mi oración.
Vosotros, hombres,
¿hasta cuándo seréis torpes de corazón, amando vanidad, rebuscando
mentira?
¡Sabed que Dios mima a su amigo, Dios escucha
cuando yo le invoco.
¡Sabed que Dios mima a su amigo, Dios escucha
cuando yo le invoco.
Temblad, y no
pequéis; hablad con vuestro corazón en el lecho
¡y silencio!
Ofreced sacrificios de justicia y confiad en Dios.
¡y silencio!
Ofreced sacrificios de justicia y confiad en Dios.
Muchos dicen:
‘¿Quién nos hará ver la dicha?’
¡Alza sobre nosotros la luz de tu
rostro!
Dios, tú has dado a
mi corazón más alegría que cuando abundan ellos de trigo y vino
nuevo.
En paz, todo a una,
yo me acuesto y me duermo, pues tú solo,
Dios, me asientas en seguro”.
Dios, me asientas en seguro”.
Y el Santo Padre también tuvo algo que
decir al respecto porque resulta muy peligroso, para un fiel católico,
caer en ciertas dudas. Fue en la Audiencia General del 7 de
septiembre de 2011 cuando dijo que “La
situación de angustia y de peligro experimentada por David es el telón
de fondo de esta oración y ayuda a su comprensión”, porque “en el
grito del salmista todo hombre puede reconocer estos sentimientos de
dolor, de amargura, a la vez que de confianza en Dios que, según la
narración bíblica, acompañó a David en su huida de la ciudad”.
Vemos, pues,
que en la necesidad más imperiosa que tengamos o que así la
consideremos nosotros el corazón de Dios está atento a lo que le
manifestemos. Dolor, amargura… y todo aquello que oprima nuestro ser y
que nos mantenga alejados de la tranquilidad de espíritu nos hace
mirar a Dios. Pedimos lo que necesitamos como, por ejemplo, aquello
que pueda tranquilizar y serenar nuestra alma y que nos impela a mirar
al futuro con la visión optimista que nunca debe perder el hijo de
Dios.
Con toda
claridad dice el salmista que “Dios escucha cuando le invoco” y, así,
se siente en la seguridad de no estar orando a la nada o a nadie sino,
muy al contrario, al Padre que lo creó y que, con su misericordia, le
permite seguir viviendo porque el Creador nos contempla y nos
comprende.
Y Dios
responde porque un Padre nunca puede quedar impertérrito ante la
petición de su hijo que, seguro de la bondad de quien lo trajo al
mundo, espera, del mismo, comprensión y, ante las insinuaciones que el
salmista hace de que puedan pensar los que le acosa que Dios no lo
escucha, se manifiesta con rotundidad diciendo “Tú, Dios, me asientas
en seguro” porque reconoce que nunca ha dejado de responderle ante sus
súplicas y que sostiene, por eso mismo, su vida de mortal.
Por eso dice
el Santo Padre, en la catequesis citada arriba, que “En el dolor, en
el peligro, en la amargura de la incomprensión y de la ofensa, las
palabras del Salmo abren nuestro corazón a la certeza consoladora de
la fe. Dios está siempre cerca -también en las dificultades, en los
problemas, en las tinieblas de la vida- escucha, responde y salva a su
modo”.
Tenemos, por
tanto, que estar en la seguridad de que el Creador no deja de
respondernos y que, en todo caso, es realidad espiritual nuestra
darnos cuenta de qué nos dice y cuándo nos lo dice. Así, permanecer a
la escucha de la manifestación de la voluntad de Dios es tarea que
cada discípulo de Jesucristo ha de llevar a cabo si es que quiere, en
realidad, estar a la voluntad del Todopoderoso.
Algo, por otra
parte, que no debemos olvidar es la actitud que muestra el salmista
ante la persecución que está sufriendo. No responde con soberbia
humana y no se enfrenta a los perseguidores con armas y bagajes sino,
en todo caso, con el recurso a la oración y, dirigiéndose a Dios, sabe
que será escuchado y, como el Creador quiera, respondido.
Es decir,
muestra fe ante lo que es ambición humana y, por eso mismo, sabe que
Dios lo escuchará y que atenderá su orar y su demanda de auxilio. Esto
muestra, una vez más, el sentido de fidelidad que tenía aquella
persona que, inspirada por el Espíritu Santo, ponía por escrito lo que
le dictaba su corazón de hijo que se siente poco ante el Padre pero
que sabe, por eso mismo, que nunca le defraudará y que le responderá
con gran beneficio y gozo para su alma y para su vida ordinaria.
Que Dios
responde a cada uno de los que se dirigen a Él es algo que a cada cual
corresponde conocer y reconocer. Que no puede hacer otra cosa el Padre
es algo que, sin duda alguna, todos sabemos. Lo que nos falta, muchas
veces, es la intención de ponernos a la escucha y nos basta, en
demasiadas ocasiones, con pedir sin saber que no siempre nos conviene
lo que pedimos y que Dios sí sabe lo que, en cada momento, tenemos que
demandar a su voluntad.
Escuchar a
Dios es, por eso mismo, una forma de manifestar nuestra filiación
divina y de demostrar que, al menos en eso, no faltamos a nuestra
obligación pues Quien responde merece ser escuchado.
Dios quiera que sepamos
escucharlo y que, luego, llevemos a cabo lo que Él quiera que hagamos
en nuestra vida de hijos del Padre.
Eleuterio Fernández Guzmán
Publicado en Soto de la Marina
No hay comentarios:
Publicar un comentario