5 de agosto de 2012

Sentido de la Biblia en nuestra vida

 
 




Dice Francisco Varo (1), tomando palabras de Gregorio Magno, que la Biblia es, al fin y al cabo, “una carta de Dios dirigida a su criatura”. Y, por eso mismo, un “mensaje que le hace llegar quien lo conoce bien y lo quiere”.

La Palabra de Dios, contenida en los libros que forman las Sagradas Escrituras, es, pues, para los que nos consideramos hijos del Padre, un instrumento poderoso que, bien conocido y utilizado, fundamenta nuestra propia existencia y da sentido a nuestro caminar hacia el definitivo Reino de Dios.

Supone, por tanto, una especie de asidero al que poder acudir en nuestro quehacer; un, a modo, de piedra angular sobre la que se construye nuestra vida.

Así, seguimos las palabras de San Juan, que, en su Primera Epístola (1, 2-3) dejó escrito que “Os anunciamos la vida eterna: que estaba junto al Padre y se nos manifestó. Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos para que también vosotros viváis en esta unión nuestra que nos une con el Padre y con su Hijo Jesucristo”.

Por otra parte, el sentido que tiene la Biblia para los cristianos, aquí católicos, lo expresa bien la Constitución Dei Verbum cuando, en su número 13 dice que “Sin mengua de la verdad y de la santidad de Dios, la Sagrada Escritura nos muestra la admirable condescendencia de Dios, ‘para que aprendamos su amor inefable y cómo adapta su lenguaje con providencia solícita por nuestra naturaleza’” (2)

¿Podemos entender, por otra parte, que lo dicho en las Sagradas Escrituras tiene alguna utilidad en un mundo tan alejado de Dios como el que nos ha tocado vivir?

En primer lugar, lo que, en realidad, supone, es una voluntad (en quien se acerca a ellas) de ver transformada su vida. Bien sabemos que, siendo Palabra de Dios está, ahí, puesta, para mostrarnos el camino hacia el Padre y no como una bella forma de decir las cosas.

Tenemos pues, como dice Francisco Varo (en el libro citado supra) “un largo forcejeo íntimo contra sí mismo” que cada cual realizamos cuando, al enfrentarnos con la lectura de la Biblia, vemos que lo que allí se propone dista mucho de nuestra voluntad, muchas veces mundana.

Al transformar nuestro corazón (de uno de piedra, si lo era, a uno de carne) nuestras relaciones con los demás han de cambiar porque bajo el prisma de las Sagradas Escrituras la relación con el otro deviene fraterna y con eso, seguramente, dejaremos de apuntar los errores ajenos en piedra para escribirlos, cribados por la misericordia de tan nuevo corazón, en el agua donde, fácilmente, se borran. Y eso porque habrá perdón.

Por otra parte, ver el mundo a la luz de la Biblia no es, por decirlo así, una manifestación de buenismo ni algo como alejado de la dureza de las cosas sino, al contrario, un afrontar las mismas con el consejo sabio de Cristo y la mano experta y paterna de Dios.

Es, sobre todo, y más que nada, algo eminentemente útil la lectura y comprensión de las Sagradas Escrituras.

A la luz de Dios el encuentro con el Padre en los libros que componen el Antiguo y el Nuevo Testamento, es tan válido para nuestra vida que prescindir de ello no es algo recomendable ni, tampoco, admisible para un cristiano. Agua viva que no podemos dejar de beber.


 
NOTAS


(1) Profesor del Antiguo Testamento en la Universidad de Navarra. Aquí la referencia es al libro “¿Sabes leer la Biblia?”, publicado en la Editorial Planeta.
(2) San Juan Crisóstomo (último entrecomillado), In Gen.3.8.hom 17,1.


Eleuterio Fernández Guzmán


 Publicado en Soto de la Marina 
 

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