Domingo, VI de Pascua
Jn 14, 15-21
“’15 Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; 16 y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, 17 el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros. 18 No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros.19 Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros si me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis. 20 Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros. 21 El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él.’”
El Evangelio de hoy domingo, 25 de mayo, nos habla de que debemos guardar los mandamientos de la Ley de Dios.
A tal respecto, Jesús dijo, en más de una ocasión, que si a Él lo habían perseguido, otra cosa no podían esperar aquellos que quisiesen ser sus discípulos.
Desde el mismo momento en el que aquel hombre se dejó matar en una Cruz por bien de la humanidad y asumió sobre sí todos los pecados del mundo, los limpió y nos garantizó la vida eterna, se estableció un odio del mundo hacia aquellos que se iban a llamar cristianos o, en general, seguidores del Hijo de Dios.
La persecución, a lo largo de los siglos, es más que conocida.
Desde aquel mismo instante, como decimos, el Imperio más poderoso de entonces, el romano, se dedicó (hasta que Constantino el Grande quitó tal carga) a perseguir a los cristianos y a estigmatizar al cristianismo considerándolo como la creencia no sólo distinta a la del Estado sino muy peligrosa para el propio Estado. Y eso, verdaderamente, era cierto, porque con el tiempo procuraría, sin fuego y sin armas, el fin de aquella forma pagana de ver las cosas.
Pero, a lo largo de los siglos, ha habido muchas otras persecuciones contra los hijos de Dios que querían ser llamados hermanos de Cristo. Muchos de ellos dieron sus vidas perdonando a sus matarifes. Ellos fueron mártires y su sangre, como diría Tertuliano, sería semilla de nuevos discípulos de Cristo pues quien ve morir así a una persona o tiene conocimiento de una muerte así sólo puede pensar que su Maestro ha de ser algo más que un Maestro y que, a lo mejor, es el verdadero Hijo de Dios. Y eso ha producido la incorporación, a las filas de Cristo, de muchos que, bien no conocían al Mesías o, simplemente, que conociéndole, no habían tenido una especial querencia por su persona y espíritu.
Hoy día también hay persecuciones, no podemos engañarnos.
En muchos lugares del mundo, las muertes son a la antigua usanza: se mata al discípulo de Cristo por serlo y por suponer, eso dicen, algún tipo de extraña amenaza a la sociedad. Y eso se dice, seguramente, porque falta, precisamente, el amor que es aquello en lo que Jesús quiso que se notara que éramos sus discípulos. Y como falta el amor, todo lo demás cae por su propio peso y negritud.
Pero también hay persecuciones, digamos, más finas y delicadas. No se trata de matar, con sangre, sino de matar de otras muchas formas: ignorando la existencia de la fe cristiana, haciéndola de menos, legislando en su contra la enseñanza de la Religión católica o cosas y formas parecidas.
Nosotros, sin embargo, los que nos consideramos hijos de Dios y discípulos de Cristo sabemos, eso lo deberían conocer todos los perseguidores, que nos sentimos la mar de bien con las persecuciones. No es que nos gusten sino que las tenemos como algo normal según dijo nuestro Maestro.
No nos preocupa, por tanto, que se nos persiga pues es un timbre de honor ser perseguidos por ser hermanos de un tal Hermano Cristo. Tampoco vamos a tratar de no ser perseguidos pues el Mal sabe, por desgracia, hacer las cosas según son sus intereses y, aunque no vayamos a buscar la persecución (ya viene ella sola) que no vaya a creer nadie que los cristianos que somos conscientes de que lo somos vamos a rehuir ser perseguidos y que, también eso es casi seguro, no responderemos de la misma forma que se utilice en contra de nuestra fe y nuestras creencias.
Y es que lo mucho que haremos, y no es poco según son las cosas y nuestra pecadora naturaleza humana, es rezar por aquellos que nos persiguen, pedir a Dios que cambie su corazón y, en todo caso, de no querer cambiarlo, que Su Justicia sea lo más misericordiosa que pueda con quienes desprecian a los hermanos de Cristo.
Tan sólo eso. Y que lo comprendan aquellos que nos persiguen por el terrible delito de ser hermanos del Hijo de Dios pues deben saber que estamos dispuestos a guardar, en nuestro corazón, la Ley de Dios y sus Mandamientos y que eso nos da fuerza para encarar aquello que nos suceda que, además, recibimos como algo bueno para nuestra existencia de hijos de Dios.
Eleuterio Fernández Guzmán
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