La Conferencia Episcopal de Española dio a la luz, en su día, un documento titulado “La escuela católica. Oferta de la Iglesia en España para la educación en el siglo XXI” porque no es poco cierto que la Esposa de Cristo ha de defender que hay una forma de hacer las cosas que, en educación, han de ser muy distintas a las que tanto abundan hoy día.
Por eso, la escuela católica, inmersa en un mar de ataques desde los sectores laicistas de la sociedad, ha de mantener el rumbo de defensa de la fe, de, en suma, esa misión evangelizadora que tiene encomendada por ministerio eclesiástico y teológico.
Pero, en realidad, ¿la escuela católica, esa forma de educar desde la Verdad, de qué aspectos más importantes se compone?, ¿dónde debemos dirigirnos para comprender a la hora de ver qué es lo que le pasa? Pues bien, de la multitud de aspectos que podrían enumerarse, dos de ellos sobresalen: los padres/alumnos, por una parte y, por otra, el mismo sentido de la escuela católica y la organización de la misma.
En primer lugar, está claro que la sociedad en la que vivimos y nos movemos está en constante cambio, que las cosas no son ni como eran hace 40 años ni siquiera como hace 15 o 20. Por eso, ante la difusión del relativismo y de lo que eso supone de falta de compromiso personal de los miembros de la sociedad, la escuela católica ha de fomentar la transmisión de unos valores que, siendo trascendentes, ayuden a sus alumnos, a sus padres y a todos aquellos que los rodean, a sobrevivir, con entusiasmo, al marasmo y al desastre ético y moral que confunden a los más, engañan a casi todos y simula ser comportamiento adecuado.
Pero, por si esto fuera poco, la sociedad actual es, como sabemos, esencialmente pluralista y con diversidad de pensamientos y credos, cada cual con sus correspondientes manifestaciones. Esto, no siendo, en sí, negativo, se quiera o no, ha de causar conflictos que, tarde o temprano, han de aflorar y sembrar desconfianza entre personas y, seguro, odios casi tribales. Ante esto, estamos todos obligados a “discernir a la luz de la fe los signos de este tiempo y a afrontar con lucidez los fenómenos culturales nuevos” (punto 7 del documento citado sobre la escuela católica).
Sin embargo, en algunas, o muchas, ocasiones, como bien reconoce este documento de la CEE, “algunas familias que acuden a la escuela católica no comparten las grandes líneas y principios educativos propios del Ideario de la escuela católica” Esto, que es una llamada de atención bastante grave, a la situación que, quizá, tiene carácter general, requiere, de parte de la escuela católica, como así hace, unas acciones directas para que, a través de las Escuelas de Padres, se ayude a solventar esta difícil situación.
Padres y alumnos, escuela y organización... todos ellos elementos necesarios del buen funcionamiento de esta forma de transmitir conocimientos y valores. Por eso, el entonces Arzobispo de Valencia, don Agustín García Gasco (que subió a la Casa del Padre el 1 de mayo de 2011) que era, a su vez, Presidente de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe de la CEE, dijo algo que era muy importante: “por medio de la escuela católica, la Iglesia local evangeliza, educa y colabora en la formación de un ambiente moralmente sano y firme en el pueblo”.
Dio, pues, a entender que este tipo de formación no es algo, digamos, aislado en la sociedad sino, al contrario, inmerso totalmente en el devenir social y sin la cual no podrían entenderse unas comunidades verdaderamente vivas. La escuela católica es, por eso, un instrumento que, utilizado de forma correcta, puede conformar personas preparadas para hacer, de su vivencia social, un cierto bálsamo que suavice las muchas tensiones producidas, por ejemplo, por envidias y odios. Los valores que son recibidos (y es de esperar que aprehendidos) no son dichos en vano sino, al contrario, asentados en fundamentos milenarios de fe y de evangelización.
Por eso, la escuela católica, apoyada en “la naturaleza y la dignidad del hombre” trata que “el pleno desarrollo de la persona humana” se lleve a cabo y que la formación lo sea “integral” y no aislada en parcelas sino, al contrario y mejor, basada en unos valores que la recorran transversalmente y no son olvidados, como en el caso de la escuela pública, en el cajón, casi dejado cerrado, de la asignatura de religión católica, materia que, además, y como es más que sabido, se trata de arrinconar lo más posible.
La escuela católica supone, es, un faro que marca donde se encuentra el puerto de la Verdad, tal como si entre las múltiples posibilidades de comportamiento que, actualmente, se difunden, ésta, esa formación específica, nos ofreciera instrumentos para mejor comprender el mundo y para plantear, a ese mundo, razones de fe que, por su validez intrínseca, lo modelen y adecuen a la voluntad de Dios. Desde ella se ilumina la vida de aquellas personas que han tenido, tienen, el gozo de pasar horas dentro de sus aulas. Por eso, esta forma de colaborar con la sociedad, en la que se incardina, merece respeto y no preterición, fomento y no arrinconamiento; ayuda y no olvido.
Y, sin embargo, ¿esto siempre es así? o, mejor ¿siempre la escuela católica es católica?
Eleuterio Fernández Guzmán
Publicado en Soto de la Marina
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