El pasado día 11 del presente mes de octubre Benedicto XVI inauguró,
con una ceremonia llevaba a cabo en la Plaza de San Pedro, el denominado
“Año de la fe” que finalizará el 24 de noviembre de 2013, solemnidad
de Cristo Rey.
El Año de la Fe tiene una relación muy directa con la Nueva
Evangelización porque no es poco cierto que transmitir la fe es
evangelizar y, por lo tanto, llevar a quien lo necesita la imagen de un
Dios misericordioso y bueno.
No debería entender que evangelizar es tarea exclusiva de aquellas
personas que, dentro de la Iglesia católica, llevan a cabo una labor
especial como es la de ministros consagrados. Muy al contrario es la
verdad: a todos, a ellos y a los laicos nos corresponde hacer lo que
bien podamos para que la transmisión de la fe sea una realidad.
Como es bien sabido que los ministros consagrados ya juegan un papel
muy importante en la Nueva Evangelización, es al laicado a quien
corresponde (aunque sólo sea, o aunque sea, por la gran mayoría de
católicos que lo constituyen) llevar a cabo una misión muy especial como
es la de llevar a Cristo a todo quien lo quiera conocer e, incluso, a
quien no sabiendo de su existencia, también lo necesita.
A este respecto, bien podemos seguir lo que San Pedro, en su Primera Epístola (2, 1-10), dejó escrito cuando dijo:
“Rechazad, por tanto, toda malicia y todo engaño, hipocresías,
envidias y toda clase de maledicencias. Como niños recién nacidos,
desead la leche espiritual pura, a fin de que, por ella, crezcáis para
la salvación, si es que habéis gustado que el Señor es bueno.
Acercándoos a él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida,
preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la
construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para
ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de
Jesucristo. Pues está en la Escritura: = He aquí que coloco en Sión una
piedra angular, elegida, preciosa y el que crea en ella no será
confundido. Para vosotros, pues, creyentes, el honor; pero para los
incrédulos, la piedra que los constructores desecharon, en piedra
angular se ha convertido, en piedra de tropiezo y roca de escándalo.
Tropiezan en ella porque no creen en la Palabra; para esto han sido
destinados. Pero vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación
santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha
llamado de las tinieblas a su admirable luz vosotros que en un tiempo
no erais pueblo y que ahora sois el Pueblo de Dios, de los que antes
no se tuvo compasión, pero ahora son compadecidos.”
Nos reconocemos de un linaje especial porque Dios ha puesto en
nuestros corazones la posibilidad de llevarlo a todo el mundo.
Colaboramos, los laicos, con los ministros consagrados cuando
corresponde hacerlo y siguiendo lo establecido por la santa Madre
Iglesia pero nos corresponde, a cada uno de nosotros, ser sal y ser
levadura en nuestra vida ordinaria y en nuestros quehaceres ordinarios.
Sólo así podremos decir que evangelizamos y sólo así cumpliremos con tan
especial, importante y decisiva misión.
Vivimos en un mundo descreído e, incluso, en medio de una apostasía
que no hace ruido de abandonos sino que es peor porque silenciosamente
va produciendo corazones no ya tibios sino directamente tibios al no
considerar a Dios con verdad y con eficacia en la existencia de uno
mismo. Pues ahí, en el momento en el que vivimos, es en el que nos toca
ser y estar.
Por eso, la Constitución dogmática sobre la Iglesia que, con el
título de Lumen gentium salió del Concilio Vaticano II dice, en su punto
25, que “Cristo, gran Profeta, que con el testimonio de
su vida y la fuerza de su palabra, proclamó el Reino del Padre, está
cumpliendo su oficio profético hasta la más plena manifestación de la
gloria no sólo a través de la Jerarquía, que enseña en Su nombre y con
Su poder, sino también a través de los laicos, a quienes, por
consiguiente, constituye en testigos y los adorna con el sentido de la
fe y con la gracia de la palabra, para que brille la fuerza del
Evangelio en la vida cotidiana, familiar y social”.
No nos cabe otra. A los laicos nos corresponde tener un papel muy
importante en la evangelización porque, en efecto, somos testigos
(mártires en sentido extenso y, a veces, en sentido sacrificial) pero,
sobre todo, porque somos hijos de Dios y al Padre nada más puede
agradarle que su descendencia proclame en las terrazas la fe que tiene y
no la esconda debajo de cualquier celemín.
De otra forma lo dice el fundador del Opus Dei, San Josemaría, cuando
en “Conversaciones “ (9) nos dice que “la específica participación del
laico en la misión de la Iglesia consiste precisamente en santificar ab
intra –de manera inmediata y directa- las realidades seculares, el orden
temporal, el mundo”.
El mundo… aquel que, tantas veces, nos atrae y nos aleja de Dios. Ahí
está el papel del laico y, ahí, precisamente ahí, se encuentra el campo
donde sembrar la voz del Creador. Y ahora, en este Año de la Fe, se nos
llama para que cumplamos con esta grave y gozosa obligación.
Eleuterio Fernández Guzmán
Publicado en Análisis Digital
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