Lc 18, 35-43
“35 Sucedió que, al
acercarse él a Jericó, estaba un ciego sentado junto al camino pidiendo
limosna; 36 al oír que pasaba gente, preguntó qué era aquello. 37 Le informaron
que pasaba Jesús el Nazoreo 38 y empezó a gritar, diciendo: ‘¡Jesús, Hijo de
David, ten compasión de mí!’ 39 Los que iban delante le increpaban para que se
callara, pero él gritaba mucho más: ‘¡Hijo de David, ten compasión de mí!’ 40
Jesús se detuvo, y mandó que se lo trajeran y, cuando se hubo acercado, le
preguntó: 41 ‘«¿Qué quieres que te haga?’ Él dijo: ‘¡Señor, que vea!’ 42 Jesús
le dijo: ‘Ve. Tu fe te ha salvado’. 43 Y al instante recobró la vista, y le
seguía glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al verlo, alabó a Dios.”
Aquel hombre, que estaba
ciego con lo que eso suponía, sabía que sólo un gran signo, un gran milagro,
podría sacarlo de la situación en la que estaba. Y esperaba el momento adecuado
para que el pudiese producirse.
El ciego confía en el
Maestro. Seguramente lo conocías de oídas y eso le hizo gritar cuando pasó
cerca de donde estaba. Sabía, más que bien lo sabía, que era la única persona
que podía salvarlo. Y le grita con confianza.
El hombre quiere ver pero también quiere conocer, verlo, a Quien le va a curar. Sabe que le va a curar. Y, por eso, Jesús le salva de la ceguera porque la fe salva. Y bien lo sabía aquel hombre y, claro, también, Quien lo iba a curar y, de paso, salvarlo.
JESÚS, ayúdanos a no ser ciegos.
Eleuterio Fernández Guzmán
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