29 de diciembre de 2014

La fe de Simeón





Lc 2, 22-35

Cuando se cumplieron los días de la purificación según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor. 

Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y en él estaba el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al Niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre Él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: ‘Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel’.

Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: ‘Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones
’”.



COMENTARIO

María y José cumplen con la Ley de Dios y, como está establecido hacen lo que deben hacer y presentan al primogénito (y único) hijo de la Virgen. No se puede decir que ya desde entonces Jesús no hiciera lo que tenía que hacer.

A Simeón le sopla en el corazón el Espíritu Santo que había llegado la hora de ver al Mesías. Seguramente acude al Templo esperando verlo. No le cabe duda de que ha llegado su verdadera hora.

Aquel anciano profetiza acerca de aquel Niño. Será muy bueno para muchos, que lo acepten pero no tan bueno para los que desoigan sus palabras. Y par María… está reservada una grave carga en su alma.




JESÚS, ayúdanos a tener tanta fe como tuvo Simeón.


Eleuterio Fernández Guzmán


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