No se entendería la Iglesia católica, la Esposa de Cristo, sin la propia Santa Misa, sin la Acción de Gracias o, en fin, sin la propia Eucaristía. Por eso, ya desde el número 1 de la encíclica aquí traída dice que “La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: ‘He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo’ (Mt 28, 20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única. Desde que, en Pentecostés, la Iglesia, Pueblo de la Nueva Alianza, ha empezado su peregrinación hacia la patria celeste, este divino Sacramento ha marcado sus días, llenándolos de confiada esperanza.”
Jesucristo se quedó, para siempre, con nosotros, por medio de la Eucaristía y, ciertamente, la esperanza es lo que conmueve nuestro corazón y lo hace fiel a Dios. Por eso, el Beato Juan Pablo II trae a colación el hecho incontrovertible de saber que es la Eucaristía la que edifica la Iglesia y que sin ella difícilmente podría entenderse nada de su propia existencia. Por eso, habiendo dicho esto, “si la Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía, se deduce que hay una relación sumamente estrecha entre una y otra. Tan verdad es esto, que nos permite aplicar al Misterio eucarístico lo que decimos de la Iglesia cuando, en el Símbolo niceno-constantinopolitano, la confesamos ‘una, santa, católica y apostólica’. También la Eucaristía es una y católica. Es también santa, más aún, es el Santísimo Sacramento. Pero ahora queremos dirigir nuestra atención principalmente a su apostolicidad.” (EE, 26)
Se refiere, en un momento determinado, el Beato Juan Pablo II a una Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos celebrada en 1985 donde reconoció a la “eclesiología de comunión” la “idea central y fundamental de los documentos del Concilio Vaticano II (EE, 34).
Pues bien, teniendo en cuenta tales antecedentes, en el mismo número de la EE dice el Papa polaco, que “La Eucaristía se manifiesta, pues, como culminación de todos los Sacramentos, en cuanto lleva a perfección la comunión con Dios Padre, mediante la identificación con el Hijo Unigénito, por obra del Espíritu Santo. Un insigne escritor de la tradición bizantina expresó esta verdad con agudeza de fe: en la Eucaristía, ‘con preferencia respecto a los otros sacramentos, el misterio [de la comunión] es tan perfecto que conduce a la cúspide de todos los bienes: en ella culmina todo deseo humano, porque aquí llegamos a Dios y Dios se une a nosotros con la unión más perfecta’(se refiere, aquí, a Nicolás Cabasilas, ‘La vida en Cristo’, IV, 10) Precisamente por eso, es conveniente cultivar en el ánimo el deseo constante del Sacramento eucarístico. De aquí ha nacido la práctica de la ‘comunión espiritual’, felizmente difundida desde hace siglos en la Iglesia y recomendada por Santos maestros de vida espiritual. Santa Teresa de Jesús escribió: ‘Cuando [...] no comulgáredes y oyéredes misa, podéis comulgar espiritualmente, que es de grandísimo provecho [...], que es mucho lo que se imprime el amor ansí deste Señor’” (se refiere, aquí, a ‘Camino de perfección’, de Santa Teresa de Jesús c. 35, 1).
Resulta, pues, para los hijos de Dios que nos así nos consideramos que la celebración eucarística es mucho más de lo que en demasiadas ocasiones se supone o se entiende que sea. Por eso “Al dar a la Eucaristía todo el relieve que merece, y poniendo todo esmero en no infravalorar ninguna de sus dimensiones o exigencias, somos realmente conscientes de la magnitud de este don. A ello nos invita una tradición incesante que, desde los primeros siglos, ha sido testigo de una comunidad cristiana celosa en custodiar este ‘tesoro’. Impulsada por el amor, la Iglesia se preocupa de transmitir a las siguientes generaciones cristianas, sin perder ni un solo detalle, la fe y la doctrina sobre el Misterio eucarístico. No hay peligro de exagerar en la consideración de este Misterio, porque ‘en este Sacramento se resume todo el misterio de nuestra salvación’” (se refiere, aquí, a Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, III, q. 83, a. 4 c) (EE, 61).
Y, ya, por finalizar, el Beato Juan Pablo II aporta lo que es esencial y que no deberíamos olvidar nunca porque resulta crucial para nuestra fe y en tales realidades espirituales debemos apoyarnos. Dice, en el número 11 de la EE, esto:
“’El Señor Jesús, la noche en que fue entregado’ (1 Co 11, 23), instituyó el Sacrificio eucarístico de su cuerpo y de su sangre. Las palabras del apóstol Pablo nos llevan a las circunstancias dramáticas en que nació la Eucaristía. En ella está inscrito de forma indeleble el acontecimiento de la pasión y muerte del Señor. No sólo lo evoca sino que lo hace sacramentalmente presente. Es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos.(se refiere aquí a Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 47: ‘Salvator noster [...] Sacrificium Eucharisticum Corporis et Sanguinis sui instituit, quo Sacrificium Crucis in saecula, donec veniret, perpetuaret…’) Esta verdad la expresan bien las palabras con las cuales, en el rito latino, el pueblo responde a la proclamación del ‘misterio de la fe’ que hace el sacerdote: ‘Anunciamos tu muerte, Señor “.
Pues que así sea.
Eleuterio Fernández Guzmán
Publicado en Análisis Digital
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