14 de enero de 2012

Cuando se manifiesta Cristo




 
Por tanto, en el misterio de la Epifanía, junto a un movimiento de irradiación hacia el exterior, se manifiesta un movimiento de atracción hacia el centro, con el que llega a plenitud el movimiento ya inscrito en la antigua alianza. El manantial de este dinamismo es Dios, uno en la sustancia y trino en las Personas, que atrae a todos y todo a sí. De este modo, la Persona encarnada del Verbo se presenta como principio de reconciliación y de recapitulación universal (cf. Ef 1, 9-10). Él es la meta final de la historia, el punto de llegada de un “éxodo”, de un providencial camino de redención, que culmina en su muerte y resurrección. Por eso, en la solemnidad de la Epifanía, la liturgia prevé el así llamado “Anuncio de la Pascua”: en efecto, el Año litúrgico resume toda la parábola de la historia de la salvación, en cuyo centro está “el Triduo del Señor crucificado, sepultado y resucitado”.

Estas palabras fueron escritas y dadas a la luz en la Basílica de San Pedro el 6 de enero de 2006. Benedicto XVI se refería, así, al misterio de la Epifanía de Cristo y lo que la misma supone para cada uno de nosotros y para la humanidad toda.

La manifestación de Jesús al mundo se entiende haber sido llevada a cabo cuando unos magos, venidos de tierras muy lejanas, se acercan a Belén llevados por una estrella. Allí adoran a un niño que acaba de nacer y convierten, al mismo, en centro de la luz del mundo. Ellos mismos se vieron atraídos por Quien, al nacer, había venido a traer la salvación a toda la humanidad.

Se manifestó Jesús para que no olvidemos que Dios siempre cumple lo que promete y, por eso mismo, al querer ver salvada a su descendencia, envió a su Hijo amado a para que fuéramos redimidos. Y lo hace nacer en un lugar pobre, casi miserable, porque es necesario que comprendamos que no es lo material lo que importa y que un rey, el Rey, puede venir al mundo entre los más humildes de la tierra.

Y aquellos magos se encuentran con el Mal en la persona de Herodes. Al respecto, el Santo Madre, el 6 de enero de 2011 dijo que “En primer lugar se encontraron al rey Herodes. Ciertamente él estaba interesado en el niño del que hablaban los Magos; sin embargo no con el objetivo de adorarlo, como quiere dar a entender mintiendo, sino para suprimirlo. Herodes es un hombre de poder, que sólo logra ver en el otro a un rival a combatir. En el fondo, si reflexionamos bien, también Dios le parece un rival, más bien, un rival especialmente peligroso, que querría privar a los hombres de su espacio vital, de su autonomía, de su poder; un rival que indica el camino que recorrer en la vida e impide, así, hacer todo lo que se quiere. Herodes escucha de sus expertos en las Sagradas Escrituras las palabras del profeta Miqueas (5,1), pero su único pensamiento es el trono. Entonces Dios mismo debe ser ofuscado y las personas deben reducirse a simples peones que mover en el gran tablero de ajedrez del poder. Herodes es un personaje que no nos resulta simpático y que instintivamente juzgamos negativamente por su brutalidad. Pero debemos preguntarnos: ¿quizás hay algo de Herodes también en nosotros? ¿Quizás también nosotros, a veces, vemos a Dios como una especie de rival? ¿Quizás también nosotros somos ciegos ante sus signos, sordos a sus palabras, porque pensamos que pone límites a nuestra vida y no nos permite disponer de la existencia a nuestro gusto? Queridos hermanos y hermanas, cuando vemos a Dios así acabamos por sentirnos insatisfechos y descontentos, porque no nos dejamos guiar por Aquel que es el fundamento de todas las cosas. Debemos eliminar de nuestra mente y de nuestro corazón la idea de la rivalidad, la idea de que dar espacio a Dios es un límite para nosotros mismos; debemos abrirnos a la certeza de que Dios es el amor omnipotente que no quita nada, no amenaza, sino que es el Único capaz de ofrecernos la posibilidad de vivir en plenitud, de experimentar la verdadera alegría.

Y es que, a veces, en nosotros mismos está ese mal que procura no bendecir lo que Dios quiere que se bendiga y nos hacemos llevar por egoísmos que quedan muy alejados del Amor de Dios y de la Misericordia de la que están compuestas sus entrañas.

Se manifiesta, pues, Jesús para que:

-Amemos a nuestros prójimos
-Perdonemos las ofensas que se nos infrinjan.
-Seamos capaces de transmitir la Palabra de Dios.
-No ocultemos al mundo nuestra fe.
-Sembremos esperanza por los campos de Dios.

Y, en general, hagamos real lo que la caridad, el amor, entiende como bueno y benéfico para nosotros y para la humanidad en la que nos ha tocado vivir.

Cuando se manifiesta Cristo, cuando se manifestó Cristo, algo cambió y algo cambia en nuestro corazón. Seamos, entonces, fieles hijos de Dios que no olvidan que lo son y que tienen en su hermano Jesucristo a Quien supo cumplir con la voluntad de su Padre.




Eleuterio Fernández Guzmán




Publicado en Análisis Digital

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