Seguramente no
existe nadie con tan mal corazón que no se rebele de algún modo ante la miseria
cercana o distante, ante la injusticia manifiesta en tantos aspectos y
ambientes de nuestra sociedad, ante la falta de libertad de expresión para
ciertos temas –ideología de género y epígonos, por ejemplo-, ante la falta de
recursos sanitarios de algunas personas, ante la imposibilidad, en cualesquiera
casos, de acceder al tipo de educación que deseas para tus hijos, ante la
miseria moral en la que vive mucha gente, etc., etc. Pero es muy posible que,
en la relación incompleta que acabo de describir, unos reaccionarán de un modo
mientras que otros lo harán de manera diversa.
Esa pluralidad,
en principio, no es mala, porque no
todos percibimos la problemática del mundo con idéntico sentir. Tal vez aquí
emerge un aspecto de la misericordia hacia los demás escasamente contemplado.
Me refiero a la grandeza de corazón –magnanimidad-, a la virtud de no resistir
en nuestra torre de marfil y abrir nuestras ventanas al mundo. Eso se llama
también respeto a la libertad personal de todos y cada uno, sin tratar de
imponer nada a nadie. ¡Oiga! ¿Y esto lo dice usted que es sacerdote católico y
tiene un Credo? Pues sí, porque la religión no puede ser impuesta a ninguno. Sin
libertad, no hay fe. Y cuando eso ha sucedido a lo largo de la historia, nada
se ha logrado –salvo males-, porque la intimidad de la conciencia no puede ser
torcida a la fuerza por nadie. Y atento el político que ha de gobernar para
todos.
Aun intentando
generalizar, es muy posible que no todos poseamos similar concepto de compasión
–padecer con- o misericordia: llevar en el propio corazón la miseria ajena.
Suena bien, pero ¿cuántas veces hemos ejercitado esta noble virtud sin culpar a
otros, sino avistando las propias culpas? Y, por supuesto, no me refiero a pecados
en algo genérico, sino en eso que sucede y criticamos, en aquello que ocurre en
las antípodas: ¿qué he hecho yo mal? ¿En cuantos momentos hemos hablado de lo
que hay que trabajar sin haber movido un dedo por esa tarea? Justo lo contrario
de lo espetado a un arzobispo que hace más por los emigrantes que todos sus
verdugos. Obras son amores y no buenas razones.
Esos nuestros
modos de pensar, de hablar o escribir, de trabajar…, nos facilitan la visión
positiva que supone mirar a un año dedicado a la misericordia. En la Bula que
lo convoca –a partir del próximo 8 de diciembre-, Francisco escribe:
“Redescubramos las obras de misericordia corporales: dar de comer al
hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero,
asistir a los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y no
olvidemos las obras de misericordia espirituales: dar consejo al que lo
necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste,
perdonar las ofensas, soportar con paciencia las personas molestas, rogar a
Dios por los vivos y difuntos”. Después, ha sugerido algo muy práctico para los
primeros siete meses de este año: hallar para cada mes de ese tiempo una obra
de misericordia corporal y otra espiritual en la fijemos nuestros objetivos.
Así viviremos las catorce de modo permanente.
Seguramente, esta
idea del Papa puede servirnos a todos para despertar nuestra conciencia muchas
veces aletargada ante el drama de la pobreza, de la soledad, de la
incomprensión que es otro duro modo de aislamiento, como también sucede con la
ignorancia o la falta de acogida al emigrante, la capacidad de perdonar y solicitar perdón, la virtud de ser mujeres
y hombres de paz, de vencer el rencor con el cariño, de salir a todas las
periferias existenciales en busca de quien pueda recibir un algo de nuestra asistencia.
Al fin y al cabo, todo se resume en el amor que, si es verdadero, no es
excluyente, llega a todos. De modo tempestivo, el Papa cita en su Bula las
conocidas palabras de Juan de la Cruz: “En el ocaso de nuestras vidas, seremos
juzgados en el amor”.
Vuelvo al título
de estas líneas: ¿no es cierto que a todos nos viene bien este Año de la
Misericordia? Ciertamente esta virtud cordial resulta ineludible siempre, tanto
dándola como siendo receptores. No obstante, será muy útil este empentón no
sólo para subir el listón una temporada, sino para sostener y hacer progresar
lo conseguido. Es una tarea costosa, es un trabajo de cuantos vivimos en este
planeta, pero ¿no es ilusionante pensar en un mundo mejor, construido por el
perdón, la comprensión y la generosidad de todos? Es cierto que la misericordia
es un concepto nacido con el cristianismo pero, en la mayoría de sus aspectos,
es propiedad de la humanidad. Por eso nos alcanza de muchas maneras a todos los
humanos.
Una palabra para
los bautizados: sería poco lógico el deseo de lograr esta virtud en alto grado
sin acceder al Sacramento del Perdón, la muestra más alta de la Misericordia de
Dios con el ser humano.
Pablo Cabellos Llorente
Publicado en Las Provincias
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