Lc
4, 31-37
“En aquel tiempo, Jesús
bajó a Cafarnaúm, ciudad de Galilea, y los sábados les enseñaba. Quedaban
asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad. Había en la sinagoga
un hombre que tenía el espíritu de un demonio inmundo, y se puso a gritar a grandes
voces: ‘¡Ah! ¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a
destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios’. Jesús entonces le conminó
diciendo: ‘Cállate, y sal de él’. Y el demonio, arrojándole en medio, salió de
él sin hacerle ningún daño. Quedaron todos pasmados, y se decían unos a otros:
‘¡Qué palabra ésta! Manda con autoridad y poder a los espíritus inmundos y
salen’. Y su fama se extendió por todos los lugares de la región.”
COMENTARIO
La misión que debía
llevar a cabo el Hijo de Dios tenía, como sabemos, un sentido bien claro: debía
salvar a los que necesitaban salvación porque los que no estaban enfermos (de
cuerpo o de alma), como también dijera Jesucristo, no necesitaban médico.
Una persona tomada por
los demonios (uno o varios, eso no importa) era un ser humano, hermano del
Enviado por Dios al mundo para que el mundo se salvase, que necesitaba de un auxilio
muy especial porque aquella especie sólo se podía sacar con oración. Y en eso,
el Hijo de Dios, era un consumado conocedor y experto.
No nos extraña nada de
nada que cuando aquellos que estaban allí presentes vieron como el demonio
salió del cuerpo de aquella persona (¡qué sería ver aquello, qué confirmación
de divinidad) quedaran atónitos y supieran, en el acto, que aquel Maestro era,
ciertamente, el Mesías.
JESÚS,
ayúdanos a creer
siempre en ti, sin alejamiento alguno.
Eleuterio Fernández Guzmán
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