COMENTARIO
En
un día como hoy, Sábado Santo, la liturgia no nos tiene preparado texto alguno.
Es decir, hoy, víspera del Domingo de Resurrección, diera la impresión que el
mundo espiritual queda como vacío cuando, en realidad, está más lleno que
nunca.
Sabemos
que el Hijo de Dios ha muerto. Podemos imaginar, por tanto, qué debía pasar por
el corazón de aquellos discípulos suyos que había escogido como Apóstoles. Por
eso en otro momento se nos dirá que estaban escondidos por miedo a los judíos.
Pero con ellos estaba quien no había perdido la esperanza y quien, por ser
quien era, la Madre, tenía muchas cosas en su corazón que había alojado según
iban sucediendo.
María,
que había visto morir a su hijo bien de cerca mirando, no podía creer que todo
había terminado. A lo largo de su vida de Madre de Dios, desde la misma
Anunciación, la Virgen María había ido atesorando, guardando como un tesoro,
determinados acontecimientos: desde el mismo momento en el que se declaró esclava
del Señor hasta aquel en el que un anciano de nombre Simeón le había predicho
que una espada atravesaría el corazón. Y sabía que todo se había cumplido,
palabra por palabra y que ahora no todo podía terminar así.
María,
la todaesperanza, no iba a dejar pasar el momento para pedir a Dios, al
Todopoderoso al que se había entregado de cuerpo y alma desde bien tierna edad,
que su Hijo no hubiera muerto en vano. Y ella, que debía orar, entonces, con
todas las fuerzas de una madre, de la Madre, esperaba.
María
esperaba que llegara un momento en el que Jesús, su muy amado Hijo, volviera
con ella. Seguramente, Jesucristo le había hablado muchas veces de que eso iba
a suceder y ella también había guardado en su corazón. Tenía, por tanto, una
seguridad mucho mayor que la de aquellos que, escuchándolo, no acababan de
entender lo que les estaba diciendo cuando, por ejemplo, tras la
Transfiguración, les dijo a Pedro, Santiago y Juan que nada dijeran a nadie de
lo que habían visto hasta que resucitara de entre los muertos. Y ellos no
entendieron qué quería decir con aquello.
María,
sin embargo, sí creía, sí tenía esperanza. María era la mujer del “sí”: sí
había dicho al Ángel Gabriel, sí había querido seguir a Jesús durante su vida
errante; y sí, ahora, sabía que iba a volver con ella y, también, con los demás
que ahora tenían un miedo bien merecido.
María,
la sinpecado, esperaba, en aquel primer Sábado Santo de la historia, que todo
lo que tenía que suceder… sucediera.
¡Ven,
Señor Jesús!
Eleuterio
Fernández Guzmán
No hay comentarios:
Publicar un comentario