15 de abril de 2017

María, la que espera

COMENTARIO

En un día como hoy, Sábado Santo, la liturgia no nos tiene preparado texto alguno. Es decir, hoy, víspera del Domingo de Resurrección, diera la impresión que el mundo espiritual queda como vacío cuando, en realidad, está más lleno que nunca.

Sabemos que el Hijo de Dios ha muerto. Podemos imaginar, por tanto, qué debía pasar por el corazón de aquellos discípulos suyos que había escogido como Apóstoles. Por eso en otro momento se nos dirá que estaban escondidos por miedo a los judíos. Pero con ellos estaba quien no había perdido la esperanza y quien, por ser quien era, la Madre, tenía muchas cosas en su corazón que había alojado según iban sucediendo.

María, que había visto morir a su hijo bien de cerca mirando, no podía creer que todo había terminado. A lo largo de su vida de Madre de Dios, desde la misma Anunciación, la Virgen María había ido atesorando, guardando como un tesoro, determinados acontecimientos: desde el mismo momento en el que se declaró esclava del Señor hasta aquel en el que un anciano de nombre Simeón le había predicho que una espada atravesaría el corazón. Y sabía que todo se había cumplido, palabra por palabra y que ahora no todo podía terminar así.

María, la todaesperanza, no iba a dejar pasar el momento para pedir a Dios, al Todopoderoso al que se había entregado de cuerpo y alma desde bien tierna edad, que su Hijo no hubiera muerto en vano. Y ella, que debía orar, entonces, con todas las fuerzas de una madre, de la Madre, esperaba.

María esperaba que llegara un momento en el que Jesús, su muy amado Hijo, volviera con ella. Seguramente, Jesucristo le había hablado muchas veces de que eso iba a suceder y ella también había guardado en su corazón. Tenía, por tanto, una seguridad mucho mayor que la de aquellos que, escuchándolo, no acababan de entender lo que les estaba diciendo cuando, por ejemplo, tras la Transfiguración, les dijo a Pedro, Santiago y Juan que nada dijeran a nadie de lo que habían visto hasta que resucitara de entre los muertos. Y ellos no entendieron qué quería decir con aquello.

María, sin embargo, sí creía, sí tenía esperanza. María era la mujer del “sí”: sí había dicho al Ángel Gabriel, sí había querido seguir a Jesús durante su vida errante; y sí, ahora, sabía que iba a volver con ella y, también, con los demás que ahora tenían un miedo bien merecido.

María, la sinpecado, esperaba, en aquel primer Sábado Santo de la historia, que todo lo que tenía que suceder… sucediera.


¡Ven, Señor Jesús!




Eleuterio Fernández Guzmán

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