Hoy tengo una medio historia para comenzar. Después de pasar la
Semana Santa, he regresado a nuestra ciudad y, antes de acercarme al televisor
para recibir la bendición del Papa, he tomado Las Provincias. En la página
segunda he encontrado destacada una frase perteneciente a una columna de
Opinión. Decía así: un año, se reunirá a cenar toda la familia en Navidad y los
niños preguntarán: ¿por qué en diciembre nos vemos más? Esas palabras
pertenecen al Jefe de Opinión de la casa, pero a fe mía que no cito a Pablo
Salazar para hacerle la pelota, sino porque realmente han atraído mi atención.
Y la verdad es
que venía preparado porque ahora me ha dado por releer libros ya leídos, pero
me gustan y extraigo mejor su jugo. Hay otros, en cambio, que jamás volveré a
tomar porque tienen menos caldo que un esparto. Bueno, esos, en realidad, no
los acabo nunca. Uno de los que vuelvo a repasar es el libro entrevista de
Peter Seewald –un alejado de la fe- al entonces cardenal Ratzinger. El cardenal
dice en los primeros compases que la fe de los cristianos significa ver en
Cristo vivo, hecho carne por nosotros, al Hijo de Dios hecho hombre, y creer en
Dios, en la Trinidad de un solo Dios, Creador del cielo y de la tierra; y creer
que este Dios que se humilló y –por así decir- se hizo pequeño, vela por
nosotros los hombres y forma parte de nuestra historia; y creer también que el
espacio donde todo esto se manifiesta es la Iglesia, lugar privilegiado de su
expresión. Claro, sin ambages.
Qué tiene todo
esto que ver con las frases de LP? Pienso que mucho. Existe ahora como el
prurito de dárselas de ateo, agnóstico o juez de Dios. Quizás son personas de
buena voluntad, pero no acaban de percatarse de algo de esto: de que si es
parte de nuestra cultura, y lo ignoramos, las procesiones de Semana Santa las
pensaremos como un museo peripatético
sin significado alguno; o intentaremos buscar un Dios al que yo pueda decir qué
está bien y qué está mal de cuanto hace o permite. Tal vez sin darme cuenta, me estoy erigiendo yo mismo en Dios. Cabe
también una cierta mala intención procedente de no sé qué atavismos, que
mezclando política con religión, acarrean ciertas ideologías hacia el lado ateo
o anticristiano como algo inexorable. Podríamos multiplicar las posibilidades. Todas
ellas camino abreviado a la incultura.
¿Y por qué son
ese camino? Todo el manantial de ideas que nutre al mundo occidental procede
del judaísmo, luego del cristianismo que
haría suya buena parte de la filosofía griega –la buena filosofía de Platón y
Aristóteles, por ejemplo- para anclarse después en el avanzado nivel cultural
del pueblo romano, que tendrá su continuación posterior en todos los
desarrollos formativos que construyeron Europa, toda América, buena parte de
África, todo el mundo colonizado por el Viejo Continente, dando un estilo de
vida que nos ha hecho lo que somos, y de lo que ahora se avergüenzan algunos
hasta límites pertinazmente ridículos. En la obra citada, Ratzinger afirma que
nuestro mundo ha ido fraguando poco a poco una suerte de histeria general sobre
las grandes expectativas del futuro.
Nunca ha habido
tantos finales ni tantos comienzos como ahora pero, según hacia donde miremos,
nos parecerá que evolucionamos positivamente, mientras que oteando hacia otra
parte, se nos ofrece un mundo demencial. La sociedad del bienestar, ávida de
consumo, de lujo y placer, convive con una gran carencia de alimentos para
subsistir, para gozar de una cierta salud y de educación. Somos el mundo de la
Declaración Universal de los Derechos del hombre y, a la vez, el mundo que mira
hacia otro lado cuando se masacran miles de cristianos. Es un sarcasmo que
fueran a París los mandatarios del Orbe para clamar por la libertad de
expresión de una revista que no lo merece –como suena-, aunque el acto terrorista
fuera injustificable, mientras que África, Próximo, Medio y Lejano Oriente se
desangran en guerras fratricidas o son víctimas del terrorismo más brutal.
A todo eso
podríamos unir la drogadicción, el chabolismo, niños abandonados u obligados a
trabajar con edades mínimas, tantas cosas que el Papa Francisco ha descrito
como globalización de la indiferencia.
No piensen que me alejo del tema. Todo eso no sucede precisamente por culpa de Dios, sino de la
maldad humana, de utilizar depravadamente el gran don divino del libre albedrío. ¿Por qué? Lo dice el salmo
segundo: ¿por qué se confabulan las gentes y trazan las naciones planes vanos?
Abunda el mismo salmista inspirado: todos los reyes convinieron contra Dios y
contra su Ungido. Rompamos sus coyundas, tiremos lejos sus ataduras… Sí, cuando
no se sabe por qué nos reunimos las familias en diciembre, o se desconoce qué
sentido tiene un pintura religiosa de Rembrandt o Velázquez, si se ignora el trasfondo
cristiano de la Declaración de los Derechos del Hombre, ya estamos en poder de
la incultura por el camino más rápido: el del olvido de Dios.
P. Pablo Cabellos Llorente
Publicado en Las Provincias
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