“Si el hombre de fe se apoya en el Dios del Amén, en el Dios fiel (cf. Is 65,16), y así adquiere solidez, podemos añadir que la solidez de la fe se atribuye también a la ciudad que Dios está preparando para el hombre. La fe revela hasta qué punto pueden ser sólidos los vínculos humanos cuando Dios se hace presente en medio de ellos. No se trata sólo de una solidez interior, una convicción firme del creyente; la fe ilumina también las relaciones humanas, porque nace del amor y sigue la dinámica del amor de Dios. El Dios digno de fe construye para los hombres una ciudad fiable”. El número 50 de “Lumen fidei” resume, muy bien, el sentido mismo de la encíclica escrita por Benedicto XVI y Francisco. La fe nos ayuda a tener una vida acorde con la voluntad de Dios. Es, sin embargo, equivocado, creer que la fe es algo interno, propio del corazón del creyente y que poco tiene que ver con la realidad propia de la vivencia en sociedad del hijo de Dios. Al contrario es la verdad: la fe da solidez al comportamiento humano de quien la tiene y, en efecto, las relaciones humanas son, simplemente, mejores cuando la fe guía la vida de una persona.
Por eso, por estar en sociedad el creyente católico y por tener, por lo tanto, que comportarse en ella de una forma creíble como creyente, la encíclica se refiere tanto al bien común, a la familia a lo que supone para la vida en sociedad tenerla y ponerla en práctica.
Así, en el número 54 se dice que “Asimilada y profundizada en la familia, la fe ilumina todas las relaciones sociales. Como experiencia de la paternidad y de la misericordia de Dios, se expande en un camino fraterno. En la « modernidad » se ha intentado construir la fraternidad universal entre los hombres fundándose sobre la igualdad. Poco a poco, sin embargo, hemos comprendido que esta fraternidad, sin referencia a un Padre común como fundamento último, no logra subsistir. Es necesario volver a la verdadera raíz de la fraternidad. Desde su mismo origen, la historia de la fe es una historia de fraternidad, si bien no exenta de conflictos”.
Pero la fe tiene mucho, pero que mucho, que ver con aquello que, para el creyente, es tribulación, dolor, sufrimiento. La fe nos viene la mar de bien, como parte de su propia esencia, para superar, sobrenadar (como diría el beato Manuel Lozano Garrido, Lolo) la tribulación, el mismo dolor y el máximo de sufrimiento. Por eso nos dicen los autores de “Lumen fidei” (n. 57) que “El sufrimiento nos recuerda que el servicio de la fe al bien común es siempre un servicio de esperanza, que mira adelante, sabiendo que sólo en Dios, en el futuro que viene de Jesús resucitado, puede encontrar nuestra sociedad cimientos sólidos y duraderos. En este sentido, la fe va de la mano de la esperanza porque, aunque nuestra morada terrenal se destruye, tenemos una mansión eterna, que Dios ha inaugurado ya en Cristo, en su cuerpo (cf. 2 Co 4,16-5,5). El dinamismo de fe, esperanza y caridad (cf. 1 Ts 1,3; 1 Co 13,13) nos permite así integrar las preocupaciones de todos los hombres en nuestro camino hacia aquella ciudad « cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios » (Hb 11,10), porque « la esperanza no defrauda » (Rm 5,5).”
Sufrir, por lo tanto, es más que posible que no lo evitemos a lo largo de nuestra existencia (no olvidemos que peregrinamos por un valle de lágrimas con final en el definitivo Reino de Dios o eternidad) pero sí es posible no caer en desesperanza con ayuda de la fe, no olvidar lo que somos (hijos de Dios… ¡y lo somos! como dice san Juan en su Primera Epístola, en 3, 1) y, al fin, salir airosos de los problemas por los que podamos pasar a lo largo de nuestra vida de hermanos de Cristo e hijos de María, Madre.
Por otra parte, termina “Lumen fidei”, en su número 60, con una oración dirigida a la Virgen María a la que llama, con verdad, “madre de la Iglesia y madre de nuestra fe”. Dice lo siguiente:
“¡Madre, ayuda nuestra fe!
Abre nuestro oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada.
Aviva en nosotros el deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y confiando en su promesa.
Ayúdanos a dejarnos tocar por su amor, para que podamos tocarlo en la fe.
Ayúdanos a fiarnos plenamente de él, a creer en su amor, sobre todo en los momentos de tribulación y de cruz, cuando nuestra fe es llamada a crecer y a madurar.
Siembra en nuestra fe la alegría del Resucitado.
Recuérdanos que quien cree no está nunca solo.
Enséñanos a mirar con los ojos de Jesús, para que él sea luz en nuestro camino.
Y que esta luz de la fe crezca continuamente en nosotros, hasta que llegue el día sin ocaso, que es el mismo Cristo, tu Hijo, nuestro Señor.”
Nada mejor, pues, que pedir que la fe no se anquilose en nuestro corazón sin que aumente la misma y nos proporcione una existencia digna de ser llamada propia de los hijos de Dios.
Eleuterio Fernández Guzmán
Publicado en Análisis Digital
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