Reconocemos,
en nuestra vida, una serie de necesidades sin las cuales, simplemente,
no podríamos existir. Una de ellas es, sencillamente, el agua.
Sin el llamado líquido elemento nada se podría hacer: estamos compuestos en un porcentaje muy alto de agua, el planeta Tierra está cubierto, en un porcentaje muy alto, de agua y lo mismo podemos decir de los seres que pululan por la corteza terrestre.
Dios, al crear todo lo que tiene vida, alguna razón debió tener para que tal fuera la conclusión a la que se llega con la visión que se tiene de tal elemento natural.
Pero, por eso mismo, por la importancia que tiene para nosotros el agua de forma tal que nos produce sed su ausencia y graves problemas físicos, también hemos de estar sedientos de Aquel que nos creó y que, precisamente, se desvive por nosotros (no obstante, murió por nosotros)
Tener sed de Dios no es algo de poca importancia sino, muy al contrario, la plasmación de una necesidad intrínsecamente favorecedora de nuestra vida, beneficiosa en grado sumo.
Pero, para esto hemos de saber que se hace perentoria la necesidad que tenemos de Dios para, en tal situación, estar sedientos de encontrarnos con Él porque sabemos que, como la mujer samaritana que se encontró con Cristo en el pozo de Jacob (y que san Juan recoge en 4, 1-42) el agua viva que mana del mismo nos es esencial para nuestra existencia.
Así tenemos sed de Dios: queriendo beber de su fuente para que el agua, su Palabra, nos llene el corazón y nos permita caminar hacia su definitivo Reino en la seguridad de que tal alimento silábico no está equivocado ni errado sino que es, al contrario, cierto y verdadero.
¿Qué conseguimos estando sedientos de Dios?
En verdad, el resultado de tal sed que procuramos satisfacer de la mejor manera posible (acudiendo, por ejemplo, a las Sagradas Escrituras, donde se encuentra la inspiración del Padre plasmada por escrito) es, en primer lugar, reconocernos como sus hijos y, en segundo lugar, actuar en consecuencia.
De la forma dicha arriba lo que hacemos es, nada más y nada menos, que remediar la sed de las personas que bien no han conocido tal fuente o que, conociéndola no se atrevieron a lanzar el pozal de su voluntad en el seno del agua para saciar su ansia de eternidad porque, a lo mejor, el mundo los llamó en el exacto momento en que Dios citada su nombre y reverberaba en las oquedades del pozo de su corazón.
Tan beneficioso es, para nosotros, estar sedientos de Dios para saciar nuestra sed que, de hacerlo así, por más oscuridades por las que podamos pasar o más obstáculos que se nos pongan al hecho mismo de saciar la sed o más asechanzas del Maligno soportemos, siempre sabremos que el agua que, siendo viva, de Dios, y que hemos buscado y encontrado, era la que, hace 2.000 años consiguió que aquella mujer de Samaria descubriera en Jesús a Dios y a Dios en su corazón.
Sin el llamado líquido elemento nada se podría hacer: estamos compuestos en un porcentaje muy alto de agua, el planeta Tierra está cubierto, en un porcentaje muy alto, de agua y lo mismo podemos decir de los seres que pululan por la corteza terrestre.
Dios, al crear todo lo que tiene vida, alguna razón debió tener para que tal fuera la conclusión a la que se llega con la visión que se tiene de tal elemento natural.
Pero, por eso mismo, por la importancia que tiene para nosotros el agua de forma tal que nos produce sed su ausencia y graves problemas físicos, también hemos de estar sedientos de Aquel que nos creó y que, precisamente, se desvive por nosotros (no obstante, murió por nosotros)
Tener sed de Dios no es algo de poca importancia sino, muy al contrario, la plasmación de una necesidad intrínsecamente favorecedora de nuestra vida, beneficiosa en grado sumo.
Pero, para esto hemos de saber que se hace perentoria la necesidad que tenemos de Dios para, en tal situación, estar sedientos de encontrarnos con Él porque sabemos que, como la mujer samaritana que se encontró con Cristo en el pozo de Jacob (y que san Juan recoge en 4, 1-42) el agua viva que mana del mismo nos es esencial para nuestra existencia.
Así tenemos sed de Dios: queriendo beber de su fuente para que el agua, su Palabra, nos llene el corazón y nos permita caminar hacia su definitivo Reino en la seguridad de que tal alimento silábico no está equivocado ni errado sino que es, al contrario, cierto y verdadero.
¿Qué conseguimos estando sedientos de Dios?
En verdad, el resultado de tal sed que procuramos satisfacer de la mejor manera posible (acudiendo, por ejemplo, a las Sagradas Escrituras, donde se encuentra la inspiración del Padre plasmada por escrito) es, en primer lugar, reconocernos como sus hijos y, en segundo lugar, actuar en consecuencia.
De la forma dicha arriba lo que hacemos es, nada más y nada menos, que remediar la sed de las personas que bien no han conocido tal fuente o que, conociéndola no se atrevieron a lanzar el pozal de su voluntad en el seno del agua para saciar su ansia de eternidad porque, a lo mejor, el mundo los llamó en el exacto momento en que Dios citada su nombre y reverberaba en las oquedades del pozo de su corazón.
Tan beneficioso es, para nosotros, estar sedientos de Dios para saciar nuestra sed que, de hacerlo así, por más oscuridades por las que podamos pasar o más obstáculos que se nos pongan al hecho mismo de saciar la sed o más asechanzas del Maligno soportemos, siempre sabremos que el agua que, siendo viva, de Dios, y que hemos buscado y encontrado, era la que, hace 2.000 años consiguió que aquella mujer de Samaria descubriera en Jesús a Dios y a Dios en su corazón.
Eleuterio Fernández Guzmán
Publicado en Acción Digital
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