3 de enero de 2014

Aquellos Magos llegados de oriente

ELEUTERIO





Cuando nace el Hijo de Dios, en aquel mismo momento, unos hombres pobres que andan con su ganado cerca de Belén son avisados por un Ángel de que, en efecto, en aquel villorrio ha nacido, nada más y nada menos, que quien todos estaban esperando. 
Ni qué decir tiene que aquellos hombres raudos fueron en busca de su Salvador. Tantos siglos había esperado, generación tras generación, la llegada del Enviado de Dios que ellos no dudaron nada de nada al caminar hacia aquel Niño.
Pero en lugares muy lejanos de aquellas pocas casas que debía constituir el Belén bíblico donde, según las Sagradas Escrituras, iba a nacer el Mesías, algunos sabios habían sido avisados (¿también por el Ángel del Señor?) de que en una tierra muy alejada de sus naciones, iba a nacer alguien a quien debían adorar. Y eso, para unos hombres de ciencia conocedores de muchas realidades ajenas a la gran mayoría de las gentes, era cosa muy a tener en cuenta.
Y se ponen en marcha. Podemos imaginar que no todos partieron del mismo sitio sino que, de diversos reinos se encontraron, siguiendo a la Estrella, en un lugar determinado del camino o, a lo mejor, en algún cruce de sendas de importancia notable donde confluían los que venían de determinados territorios.
Aquellos llamados magos (no por practicantes de magia al uso sino, seguramente, por conocer, científicamente, muchas realidades) podemos decir que tuvieron fe.
En realidad será fácil decir que no conocían en quién debían fijar su creencia y que, por decirlo de una forma sencilla, seguían la estela de la estrella que les había sido indicada. Sin embargo, no podía faltar la confianza que ponían en los signos que habían adivinado de todo lo que estaba pasando entonces o estaba a punto de pasar.
Y caminaron. Siguieron un camino no exento de peligros y lo hicieron en la seguridad de llegar, un día, donde iba a nacer un ser humano muy especial. E Iban a adorarlo pues era Rey.
Es más que conocido que llevaban presentes. Partiendo del conocimiento que nos dice que, en aquella época era impensable que una persona se presentase en casa de una persona considerada superior, socialmente hablando, sin llevar un presente, no es de extrañar que aquellos hombres, por muy de ciencia que fueran, entendiendo que iban a postrarse ante un Rey, llevasen consigo lo que todos sabemos que llevaban.
Cada cual, con un significado propio, le acercó al Niño-Dios su regalo.
Quien llevó oro sabía que lo hacía ante un gran hombre aún pequeño y recién nacido; quien llevo incienso sabía que se encontraría ante una persona muy relacionada con Dios; y quien llevaba mirra estaba en la seguridad de que, como otros hombres, pasarían por graves y dolorosos momentos en su vida de ser humano ordinario.
Los Reyes Magos, los hombres de ciencia, los conocedores de las realidades escondidas a muchos, estaban por encima de otros tantos comportamientos mundanos. Y por eso no dudan en cumplir la misión que se les había encomendado: plantarse ante el Niño y mostrar su sometimiento, gozoso, a Quien se les ha dicho que lucirá por encima de todas las luminarias que hasta entonces han habido en el mundo.
Llegaron a Belén, tras hablar con Herodes y causar, sin ellos saberlo, la muerte de tantos niños inocentes. Y cuando allí encontraron, en aquel pesebre pobre, al Niño cumplieron lo que debían cumplir. Y fueron enviados de Dios para adorar a Quien merecía ser adorado.
Y, como sabemos, volvieron a sus respectivas tierras. Y allí llevaron la narración de cuanto les había pasado y de cómo, el mejor días de sus vidas, se postraron ante un Niño al que, ya, algunos odiaban. Pero ellos, poderosos en conocimiento se hicieron aún más pequeños que aquel recién nacido y supieron ser humildes, abajarse a la altura de Quien nada podía hacer según su situación de nacido. 
Algunos de entre los pastores dijeron, según cuentan por aquellas tierras de Galilea, que los Magos venidos de oriente lloraron como niños cuando se postraron ante el hijo de María. Y aunque eso no ha pasado a la historia, seguro que sí quedó en el corazón de la Madre, ahí, aquella mujer que guardaba todo bien dentro de sí misma.

Eleuterio Fernández Guzmán

Publicado en Análisis Digital

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