Los cristianos,
aquí católicos, sabemos que no somos de este mundo. Pero también sabemos
que vivimos en el mundo y que, por eso mismo, no podemos hacer como si,
en realidad, aquí no estuviéramos para nada. Estamos y hay que
demostrar que estamos.
Estamos en el mundo porque Dios está en nosotros. Así se deduce de lo
escrito por San Pablo en el capítulo 12 de su Segunda Epístola a los
Corintios. Dice allí (8-10) que
“Por este motivo tres veces rogué al Señor que se alejase de mí. Pero
él me dijo: ‘Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en
la flaqueza’. Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo
en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me
complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las
persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy
débil, entonces es cuando soy fuerte”.
Por lo tanto, al igual que le pasaba a San Pablo, nos basta la gracia
de Dios y, con ella, caminamos por este mundo teniendo como destino la
vida eterna y, así, somos hijos del Creador que se glorían de serlo. Y
sabemos que lo somos.
A este respecto, en la Audiencia que el Santo Padre ha tenido el 13
de junio del presente 2012 dijo algo que es importante y que nos
debería ayudar a vivir en el mundo aún no siendo del mundo. Dijo, por
ejemplo, que
“En un mundo donde hay el riesgo de confiar únicamente en la
eficiencia y el poder de los medios humanos, en este mundo estamos
llamados a redescubrir y dar testimonio del poder de Dios que se
comunica en la oración, con la que crecemos cada día en configurar
nuestra vida a la de Cristo, el cual –como él mismo dice-, ‘fue
crucificado en razón de su flaqueza, pero está vivo por la fuerza de
Dios. Así también nosotros: somos débiles en él, pero viviremos con él
por la fuerza de Dios sobre ustedes’ (2 Cor. 13,4).”
Por lo tanto, estamos, además, en el mundo, para darnos cuenta de
que, precisamente, Dios no puso en él. Tal forma de ver las cosas que
nos pasan colaborarán, en efecto, en darnos cuenta de que las
tribulaciones por las que pasemos o las asechanzas que el Maligno
utilice contra nuestra fe y nuestra relación con Dios.
Pero es que, además,
“La mística no lo ha alejado de la realidad, por el contrario, le dio
la fuerza para vivir cada día para Cristo y para construir la Iglesia
hasta el fin del mundo en ese momento. La unión con Dios no aleja del
mundo, sino que nos da la fuerza para permanecer de tal modo, que se
pueda hacer lo que se debe hacer en el mundo. Incluso en nuestra vida de
oración podemos, por lo tanto, tener momentos de especial intensidad,
en los cuales quizás, sintamos más viva la presencia del Señor, pero es
importante la constancia, la fidelidad en la relación con Dios,
especialmente en las situaciones de aridez, de dificultad, de
sufrimiento, de aparente ausencia de Dios. Sólo si estamos aferrados al
amor de Cristo, estaremos en grado hacer frente a cualquier adversidad
como Pablo, convencidos de que todo lo podemos en Aquel que nos
fortalece (cf. Flp. 4,13). Así que, en la medida de que damos espacio a
la oración, más veremos que nuestra vida cambiará y será animada por la
fuerza concreta del amor de Dios.”
Esto que dice Benedicto XVI tiene relación más que directa con
nuestra existencia como ciudadanos del mundo pero, también, como
destinados especialmente a la vida eterna. Así, estar con Dios (la
mística de la que habla el Santo Padre) no hizo que San Pablo se
sintiese de tal forma urgido a abandonar este mundo que viviese como si
no viviese en Él. Muy al contrario le sucedió porque le hizo sentirse
con obligación exacta y muy personal de evangelizar y transmitir que, si
bien, esta vida es importante es mejor la que tiene que venir tras
dejar este valle de lágrimas.
En efecto, si todo lo hacemos teniendo en cuenta a Dios que, como
dice la Epístola a los Filipenses (4, 13) nos conforta, lo más lógico es
esperar de nosotros, los que nos consideramos hijos de Dios (¡y lo
somos! como dice San Juan en 1 Jn 3, 1) que traslademos al mundo la
necesidad de tener en cuenta nuestro ahora pero poniendo el corazón en
nuestro mañana, postrimerías mediante.
Estamos, pues, aquí, para ser y, también para reconocer que nos
importa este muy y todas las criaturas que en él puso Dios con su
sabiduría y su misericordia. Pero también para dar a entender con
aquello que hacemos o decimos, que Dios, nuestro Padre, Padre Nuestro,
está por encima de todas las realidades mundanas que se nos puedan
ofrecer para distraernos de nuestro propio destino al que, por cierto,
estamos urgidos a mirar.
No somos, pues, de este mundo (porque Dios nos creó desde la
eternidad y a ella estamos destinados) pero mientras en él estemos
diremos con la fuerza necesaria como para que se nos pueda oír, que aquí
estamos en espera de ser llamados a la Casa del Padre. Con eso nos
basta y nos sobra y lo demás es, como diría Santa Teresa (en sus Moradas
Primeras, capítulo primero, de “Las moradas del castillo interior”)
aquello que “se nos va en la grosería del engaste u cerca de este
castillo, que son estos cuerpos”.
Eleuterio Fernández Guzmán
Publicado en Análisis Digital
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