Mientras
conducía, han venido a mi memoria los versos de una vieja canción, que escuché
no sé cuando y posiblemente con la voz de María Dolores Pradera. Como en tantas de sus letras, alude al amor
perdido: partiré canturreando mi poema más triste, le diré a todo el mundo lo
que tú me quisiste. Mi poesía era y no era triste: la letra tenía que ver con
el fallecimiento de mi madre. Volvía a Valencia después de vivir sus últimas
horas, velatorio, funeral y entierro. ¿Cómo no va a resultar doloroso todo
esto? Pero al mismo tiempo no era triste y daba gracias a Dios por haberla
conservado entre nosotros hasta los 103 años bien cumplidos. Confiando que goza
de Dios.
Pero he acabado prestando más
atención a la segunda parte de esos versos: le diré a todo el mundo lo que tú
me quisiste. Pensaba que el hijo más querido de mi madre éramos todos,
incluidos los dos que faltaron antes que ella; cada uno era el más amado según
su forma de ser, su situación personal, sus dificultades, practicaba esa
justicia de las madres que saben tratar desigualmente a los hijos desiguales.
No voy a hablar de mi madre, sino del insuperable amor de las madres.
Estaba releyendo estos días una obra
de Ratzinger en la que afirma acerca de Cristo que todo su ser de Dios-hombre
es para darse a los demás, de tal modo que no hay nada en su obrar que escape a
esa finalidad. En consecuencia, el cristiano lo será tanto más cabalmente
cuanto más y mejor sirva a los demás por amor a Dios. Jesús de Nazaret afirmó
que el Hijo del hombre no había venido para ser servido sino para servir. Las
páginas del Evangelio son un canto sencillo de esa realidad sublime: será el
hombre misericordioso que se compadece de todas las carencias humanas, perdona
todos los pecados, los hace suyos para redimirlos en la Cruz. Se hace esclavo
de todos en el lavatorio de sus pies, en algo más grande que un gesto porque
expresa la realidad de lo que es: servidor de la humanidad.
Pensaba en todo esto, tratando de ordenar algunas
ideas para la prueba nada fácil de predicar en el funeral de mi madre. Se
agarrota la garganta seca, crecen las palpitaciones, se ahoga la voz. Ratzinger
vino en ni auxilio trayéndome la ocurrencia de que son las madres quienes mejor
reflejan el amor de Cristo porque saben que ser madre es ser para otros de un
modo difícilmente superable. Tal vez por
eso escuché muchas veces a san Josemaría que Dios nos quiere más que todas las
madres del mundo juntas. Es la aproximación que mejor podemos captar.
Se lee en Forja: Si yo fuera
leproso, mi madre me abrazaría. Sin miedo ni reparo alguno, me besaría las
llagas. El autor eleva luego el ejemplo al plano sobrenatural, pero baste lo
transcrito para nuestro propósito de esbozar en pocos trazos el inigualable
amor de las madres que, cuando es preciso entra en los espacios reservados a lo
heroico. Las madres tienen un sólo secreto: el de darse sin esperar nada a
cambio, sin pasar factura de su entrega alegre. Ahí está el lugar de nuestro
aprendizaje.
Pero ¿no suena todo esto a músicas
celestiales, a nubes de colores, en una sociedad podrida por la corrupción en
todas sus variantes?: los Luis Candelas al revés: ahora roban a los pobres para
dar a los ricos; los traficantes de influencias; los del tanto por ciento; los
que ponen una mano para el partido y otra para sí mismos; los de los cursos de
formación falsos, pero cobrados. Si al menos pudiera quedar firme la fe
inquebrantable en la Administración de Justicia, algo nos salvaría, pero la
verdad es que no las tengo todas conmigo. Hace unos años, los jueces de Italia
que se titularon "Manos Limpias", mostraron poco después las manos y
la cara sucias.
No pueden jueces y fiscales aplicar
la justicia desigual para los hijos desiguales, pero deberían intentar algo semejante, a fin de
evitar que, por cobardía, moda u otras causas inconfesables, existan personas
indefensas o que se cargue al acusado con el peso de la prueba en lugar de
recaer en quien acusa, o que pueden acabar siendo protagonistas del adagio
clásico: “summun ius summa iniuria”, que puede traducirse como suma justicia
suma injusticia. Si es grave no hallar los culpables de un delito, puede ser
peor condenar a inocentes o incluso imputarlos aun cuando haya después
sobreseimiento, porque la calle ya los ha condenado y no sin cierto fundamento:
aquel que se basa en la multitud de hechos delictivos casi diarios.
A pesar de todo, es posible aprender
de las madres ese modo de querer dándose. siempre será más acertado, mejor y
más fructífero esforzarse en amar antes que juzgar, comprender en lugar de
pensar mal, no pedir a gritos el peso de la ley que está a punto de caer sobre
quien clama justicia desaforadamente. Con no rara frecuencia, ese es el
siguiente.
P. Pablo Cabellos Llorente
No hay comentarios:
Publicar un comentario