14 de julio de 2014

El arte de amar a todos




Pablo Cabellos Llorente

        






Son muchas las palabras  cuyo contenido cambia, bien por las permutas normales introducidas por escritores o por el pueblo llano e imaginativo, bien por intereses menos claros. No es infrecuente que un mismo vocablo sea utilizado deliberadamente para vaciar su contenido natural por otro que puede resultar ser exactamente lo contrario. Un ejemplo: lo que para algunos es un valor –el derecho al aborto-, para muchos es un desvalor –muerte de un inocente y muy probable padecimiento psicológico de la madre-.

El ejemplo puede ser tomado como brutal, pero es real como bien sabemos todos. Mas no es menos atroz el uso destinado a la palabra amor. Originariamente, la voluntad podría considerarse –como hace Rafael Alvira- en cinco modos de querer: el primer uso sería el deseo como tendencia al fin, la búsqueda de la unión o posesión de lo deseado. La segunda manera  de querer aprueba o rechaza hechos sucedidos. Sería la tercera cuando nos dirigimos al futuro, en cuyo caso la voluntad es poder y elegir. La capacidad creadora del ser humano ocuparía el cuarto  puesto. Finalmente, hay un uso de la voluntad que llamamos amor y que viene a consistir en el reconocimiento y afirmación de una realidad por lo que en sí misma es y vale.

Estos  usos de la voluntad se entremezclan en nuestras vidas y si alguno se ausenta,  debilitará el resto y al hombre mismo. Mas si no se encaminan al amor, que es su cúspide, la ruina será mayor. Porque la persona está hecha para  abrirse a otros. Muchos autores coinciden en que el hombre es un ser constitutivamente dialogante. Si no hubiese con quien establecer este diálogo manifestativo de la creatividad, de nuestra intimidad, de la capacidad de donación, en lugar de una persona lograda hallaríamos un fracasado. Digamos también que las relaciones interpersonales pueden medirse por el amor y la justicia.

Si  saltamos a la caridad –virtud teologal por la que amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestros prójimos como a nosotros mismos por amor de Dios-, observaríamos una  virtud que no deroga nada de cuanto va dicho sobre los modos de ejercitar la voluntad y, por tanto, la libertad. No hay espacio para tratar con amplitud sobre la caridad, de la que afirma Tomás de Aquino que es una cierta participación en la infinita caridad, que es el Espíritu Santo, lo que, para ser pleno, exige estar en gracia de Dios. Y así, poder amar con el mismo Corazón de Cristo. ¡Qué lejos queda este planteamiento del pobre concepto de caridad consistente en la limosna dada a un pobre!

Naturalmente, el mundo andaría mejor estructurado con lo escrito en los primeros párrafos, pero no hay duda de que si los cristianos viviéramos una caridad plena, seria más factible disfrutar del arte de amar a los demás. Estoy llamando arte al ejercicio de la primera de las virtudes porque, a pesar de que la creatividad ha sido el enunciado cuarto de las formas de querer, también se afirmó que todas confluyen en el amor, lo que conlleva siempre arte: para relacionarse y dialogar, para tender al bien amado, para rechazar lo que estorba, para elegir el amor.

Ahora vendría bien considerar dos ideas agustinianas: “no se pregunta si ama, se pregunta qué ama”. Aquí aparecerían con toda seguridad discrepancias de apariencia insalvable, que no lo será tanto si  enterramos  los propios egoísmos para expresar el amor que es donación al otro: a Dios y a los demás. Luego san Agustín  expresó aquello tan banalmente entendido por algunos: “Ama y haz lo que quieras”. Esta idea agustiniana no puede comprenderse como una especie de libertinaje suicida,  la torpeza de prostituir el amor, lo que puede suceder en toda relación humana que ve a los demás como objetos: de placer, de negocio, de poder…

Dos ideas más sobre el amor a los demás, extraídas de san Josemaría: en  “Es Cristo que pasa”, escribió: “la caridad cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre e hijo del Creador”. En “Amigos de Dios”, puntualiza más este aspecto al afirmar que amar es “buscar el bien de las almas sin discriminación de ningún género, logrando para ellas, antes que nada, lo mejor: que conozcan a Cristo, que se enamoren de Él”. Estaría en sintonía con la reiterada alusión del Papa Francisco a que la Iglesia no es una ONG.

En la otra cara de la moneda queda el reproche del fundador del Opus Dei hacia “la mentalidad de quienes quieren ver el cristianismo como un conjunto de actos o prácticas de piedad, sin percibir su relación con las situaciones de la vida corriente, con la urgencia de atender a las necesidades  de los demás y de esforzarse por remediar las injusticias”, expresando a continuación que quien así pensara no habría comprendido todavía lo que significa que el Hijo de Dios se haya encarnado. Así saldremos  a las periferias de miseria y marginación.

P. Pablo Cabellos Llorente


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