Son
muchas las palabras cuyo contenido
cambia, bien por las permutas normales introducidas por escritores o por el
pueblo llano e imaginativo, bien por intereses menos claros. No es infrecuente
que un mismo vocablo sea utilizado deliberadamente para vaciar su contenido
natural por otro que puede resultar ser exactamente lo contrario. Un ejemplo:
lo que para algunos es un valor –el derecho al aborto-, para muchos es un
desvalor –muerte de un inocente y muy probable padecimiento psicológico de la
madre-.
El
ejemplo puede ser tomado como brutal, pero es real como bien sabemos todos. Mas
no es menos atroz el uso destinado a la palabra amor. Originariamente, la
voluntad podría considerarse –como hace Rafael Alvira- en cinco modos de
querer: el primer uso sería el deseo como tendencia al fin, la búsqueda de la
unión o posesión de lo deseado. La segunda manera de querer aprueba o rechaza hechos sucedidos.
Sería la tercera cuando nos dirigimos al futuro, en cuyo caso la voluntad es
poder y elegir. La capacidad creadora del ser humano ocuparía el cuarto puesto. Finalmente, hay un uso de la voluntad
que llamamos amor y que viene a consistir en el reconocimiento y afirmación de
una realidad por lo que en sí misma es y vale.
Estos usos de la voluntad se entremezclan en
nuestras vidas y si alguno se ausenta,
debilitará el resto y al hombre mismo. Mas si no se encaminan al amor,
que es su cúspide, la ruina será mayor. Porque la persona está hecha para abrirse a otros. Muchos autores coinciden en
que el hombre es un ser constitutivamente dialogante. Si no hubiese con quien
establecer este diálogo manifestativo de la creatividad, de nuestra intimidad,
de la capacidad de donación, en lugar de una persona lograda hallaríamos un
fracasado. Digamos también que las relaciones interpersonales pueden medirse
por el amor y la justicia.
Si saltamos a la caridad –virtud teologal por la
que amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestros prójimos como
a nosotros mismos por amor de Dios-, observaríamos una virtud que no deroga nada de cuanto va dicho
sobre los modos de ejercitar la voluntad y, por tanto, la libertad. No hay
espacio para tratar con amplitud sobre la caridad, de la que afirma Tomás de
Aquino que es una cierta participación en la infinita caridad, que es el
Espíritu Santo, lo que, para ser pleno, exige estar en gracia de Dios. Y así,
poder amar con el mismo Corazón de Cristo. ¡Qué lejos queda este planteamiento
del pobre concepto de caridad consistente en la limosna dada a un pobre!
Naturalmente,
el mundo andaría mejor estructurado con lo escrito en los primeros párrafos,
pero no hay duda de que si los cristianos viviéramos una caridad plena, seria
más factible disfrutar del arte de amar a los demás. Estoy llamando arte al
ejercicio de la primera de las virtudes porque, a pesar de que la creatividad
ha sido el enunciado cuarto de las formas de querer, también se afirmó que
todas confluyen en el amor, lo que conlleva siempre arte: para relacionarse y
dialogar, para tender al bien amado, para rechazar lo que estorba, para elegir
el amor.
Ahora
vendría bien considerar dos ideas agustinianas: “no se pregunta si ama, se
pregunta qué ama”. Aquí aparecerían con toda seguridad discrepancias de
apariencia insalvable, que no lo será tanto si
enterramos los propios egoísmos
para expresar el amor que es donación al otro: a Dios y a los demás. Luego san
Agustín expresó aquello tan banalmente
entendido por algunos: “Ama y haz lo que quieras”. Esta idea agustiniana no
puede comprenderse como una especie de libertinaje suicida, la torpeza de prostituir el amor, lo que
puede suceder en toda relación humana que ve a los demás como objetos: de
placer, de negocio, de poder…
Dos
ideas más sobre el amor a los demás, extraídas de san Josemaría: en “Es Cristo que pasa”, escribió: “la caridad
cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se
dirige, antes que nada, a respetar y comprender cada individuo en cuanto tal,
en su intrínseca dignidad de hombre e hijo del Creador”. En “Amigos de Dios”,
puntualiza más este aspecto al afirmar que amar es “buscar el bien de las almas
sin discriminación de ningún género, logrando para ellas, antes que nada, lo
mejor: que conozcan a Cristo, que se enamoren de Él”. Estaría en sintonía con la reiterada alusión del
Papa Francisco a que la Iglesia no es una ONG.
En la otra cara de la moneda queda el reproche del fundador
del Opus Dei hacia “la mentalidad de quienes quieren ver el cristianismo como
un conjunto de actos o prácticas de piedad, sin percibir su relación con las
situaciones de la vida corriente, con la urgencia de atender a las necesidades de los demás y de esforzarse por remediar las
injusticias”, expresando a continuación que quien así pensara no habría
comprendido todavía lo que significa que el Hijo de Dios se haya encarnado. Así
saldremos a las periferias de miseria y
marginación.
P. Pablo Cabellos Llorente
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