El Evangelio de San Juan, escrito por aquel que fuera el discípulo,
seguramente, más querido por Jesucristo, recoge, en un momento
determinado del mismo (6, 56-57) lo que es esencial para nuestra fe.
Dice, poniendo en boca de Cristo, que “Mi carne es verdadera comida, y
mi Sangre verdadera bebida; el que come mi Carne, y bebe mi Sangre, en
Mí mora, y Yo en él.” Y nos muestra el significado exacto de lo que
podemos entender como Cuerpo de Cristo y, sobre todo, lo que significa
para los que creemos en Jesucristo, Hijo de Dios y hermano nuestro.
La fiesta del Corpus Christi se empezó a celebrar allá por el año
1246 en la ciudad de Lieja (Bélgica). Pero su extensión se produjo
cuando el Papa Urbano IV publicó la bula “Transiturus” a través de la
cual se estableció la celebración de tal festividad. Con la misma
recordamos y celebramos la proclamación de la presencia real de
Jesucristo en la Eucaristía.
Al respecto del Corpus, dijo Benedicto XVI en la Homilía de la Santa Misa de la celebración del tal día en 2011 que
“’Todo parte, se podría decir, del corazón de Cristo, que en la
Última Cena, en la víspera de su pasión, dio gracias y alabó a Dios y,
obrando así, con el poder de su amor, transformó el sentido de la muerte
hacia la cual se dirigía. El hecho de que el Sacramento del altar haya
asumido el nombre de ‘Eucaristía’ —‘acción de gracias’— expresa
precisamente esto: que la conversión de la sustancia del pan y del vino
en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo es fruto de la entrega que Cristo
hizo de sí mismo, donación de un Amor más fuerte que la muerte, Amor
divino que lo hizo resucitar de entre los muertos. Esta es la razón por
la que la Eucaristía es alimento de vida eterna, Pan de vida. Del
corazón de Cristo, de su ‘oración eucarística’ en la víspera de la
pasión, brota el dinamismo que transforma la realidad en sus dimensiones
cósmica, humana e histórica. Todo viene de Dios, de la omnipotencia de
su Amor uno y trino, encarnada en Jesús. En este Amor está inmerso el
corazón de Cristo; por esta razón él sabe dar gracias y alabar a Dios
incluso ante la traición y la violencia, y de esta forma cambia las
cosas, las personas y el mundo.”
Por lo tanto, el Cuerpo y la Sangre de Cristo constituyen en fuente
de la vida eterna en la que beber el Agua Viva que nos lleva a ella.
Y, más adelante, en aplicación de lo que significa el Cuerpo de Cristo en nuestra vida de creyentes, dice el Santo Padre que
“Caminamos por los senderos del mundo sin espejismos, sin utopías
ideológicas, llevando dentro de nosotros el Cuerpo del Señor, como la
Virgen María en el misterio de la Visitación. Con la humildad de
sabernos simples granos de trigo, tenemos la firma certeza de que el
amor de Dios, encarnado en Cristo, es más fuerte que el mal, que la
violencia y que la muerte. Sabemos que Dios prepara para todos los
hombres cielos nuevos y una tierra nueva, donde reinan la paz y la
justicia; y en la fe entrevemos el mundo nuevo, que es nuestra patria
verdadera. También esta tarde, mientras se pone el sol sobre nuestra
querida ciudad de Roma, nosotros nos ponemos en camino: con nosotros
está Jesús Eucaristía, el Resucitado, que dijo: ‘Yo estoy con vosotros
todos los días, hasta el fin de los tiempos’ (Mt 28, 21). ¡Gracias,
Señor Jesús! Gracias por tu fidelidad, que sostiene nuestra esperanza.
Quédate con nosotros, porque ya es de noche. ‘Buen pastor, pan
verdadero, oh Jesús, piedad de nosotros: aliméntanos, defiéndenos,
llévanos a los bienes eternos en la tierra de los vivos’. Amén.”
En realidad, la Iglesia católica constituye el Cuerpo de Cristo. Pero
tal cuerpo no es uno que no sea inerte sino que está vivificado por el
Amor de Dios y por el de su fundador, Jesucristo. Es, somos, pues, un
cuerpo vivo que nace de la voluntad de Dios de permanecer siempre con
nosotros en Jesucristo, engendrado por el Creador desde la eternidad
para ser hermano y para ser Él mismo hecho hombre.
Participar, pues, de ser miembro de la Iglesia católica y de
constituir el Cuerpo de Cristo se ha de hacer de una forma que no sea
indigna ni que pretiera lo más importante que tal pertenencia supone.
Hacer lo contrario es dar pistas al Mal para que ahonde en la cizaña
que, a veces, entra en la Iglesia católica como aquel humo del que habló
Pablo VI.
Eleuterio Fernández Guzmán
Publicado en Análisis Digital
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