Lunes XXXIII del tiempo ordinario
Lc 18,35-43
“En aquel tiempo, sucedió que, al
acercarse Jesús a Jericó, estaba un ciego sentado junto al camino pidiendo
limosna; al oír que pasaba gente, preguntó qué era aquello. Le informaron que
pasaba Jesús el Nazareno y empezó a gritar, diciendo: ’¡Jesús, Hijo de David,
ten compasión de mí!’. Los que iban delante le increpaban para que se callara,
pero él gritaba mucho más: ‘¡Hijo de David, ten compasión de mí!’. Jesús se
detuvo, y mandó que se lo trajeran y, cuando se hubo acercado, le preguntó:
‘¿Qué quieres que te haga?’. Él dijo: ‘¡Señor, que vea!’. Jesús le dijo: ‘Ve.
Tu fe te ha salvado’. Y al instante recobró la vista, y le seguía glorificando
a Dios. Y todo el pueblo, al verlo, alabó a Dios”.
COMENTARIO
Aquel hombre sería ciego de ojos pero no lo era del corazón. Por eso,
cuando escuchó que venía Jesús supo que había llegado el momento de que su
situación cambiase para siempre. Confiaba en el Hijo del Hombre y así lo
manifestó.
Resulta curioso imaginar a los demás diciéndole a un necesitado tan
necesitado como el ciego que se callase. ¿Cómo lo iba a hacer? Y, en efecto,
insiste porque sabe que en Jesús está su inmediata salvación y, luego, la eterna.
Y pasa lo que pasa cuando alguien manifiesta confianza en Cristo y, así,
fe en el Hijo de Dios: el Señor cura al ciego que, ¡qué menos!, decide seguirlo
como discípulo y hacerlo, además, alabando a Dios Quien, al fin y al cabo, le
había salvado.
JESÚS, ayúdanos a curar nuestras muchas cegueras.
Eleuterio Fernández Guzmán
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