2 de junio de 2014

Acabar con la corrupción

        
Pablo Cabellos Llorente








          Todas las acepciones del verbo corromper indican maldad. La más suave quizá sea la situada por el DRAE  en primer lugar: alterar y trastrocar la forma de algo. Las restantes son peores: echar a perder, dañar, pudrir, sobornar, pervertir o seducir a alguien, estragar, viciar… Y así hasta oler mal que supongo se puede emplear en sentido real y figurado, aunque quizá sea más pestífero el figurado que el puro  hedor a carne podrida.

        No es infrecuente leer y hablar de corrupción política, económica, policial, de datos y hasta de jueces. Esa podredumbre es objeto de estudios variados, se establecen baremos de países o regiones más corruptos, pero el hecho es que está ahí, atravesando el ancho mundo y no parece que pongamos remedios eficaces, tal vez porque, sobre todo en los centros de poder, existen muchos intereses que impiden su extirpación. Hoy por ti, mañana, por mi. Hoy te encubro y disimulo  gritando, mañana me tapas y tú levantas la voz. Incluso sucede como en El Gatopardo, la conocida novela de Lampedusa, donde se lee que es preciso que todo cambie para que todo siga igual.

        Siempre se ha hablado de la posibilidad de que en un montón manzanas  sólo una putrefacta puede pudrirlas todas. Pero por lo que contemplamos a diario, parece dañado buena parte del montón o, al menos, en puntos esenciales de la vida pública o privada. Aunque confío en que no lleguemos al límite expresado por un taxista mexicano que apuntaba: oiga, aquí roban hasta los particulares. Sea como fuere, el tema de la corrupción es una lacra de ámbito universal, lo que, lejos de ser un consuelo, la torna aún más preocupante.

        La pregunta obvia es qué vamos a hacer para erradicarla sin emprender la gran movida para que todo siga igual. Es preciso ir al origen de lo que estraga esta sociedad nuestra. Y ese origen hay que buscarlo en el hombre mismo: en las desordenadas ambiciones personales, los excesos en la búsqueda de la propia excelencia, en la inmoderación personal para los gastos, la protesta porque deseo tener más aunque no haya de qué, el absentismo laboral injustificado, el jefe que únicamente busca resultados para salvar su pellejo, los negocios del sexo, los parados…; todo eso y más constituye la causa del trastrueque que observamos.

         Precisamos una reflexión seria y generosa para ahondar en la causa de los desvaríos humanos. Séneca afirmaba: ¿qué importa saber lo que es una recta si no se sabe lo que es la rectitud? Ésta interesa mucho porque importa el hombre, porque toda vida humana es una aventura extraordinaria que no podemos malograr por seducirla para que pierda su norte. En la obra “Cruzando el umbral de la esperanza”, Juan Pablo II afirmaba: la persona es un ser para el que la única dimensión adecuada es el amor. Somos justos en lo que respecta a una persona cuando la amamos. En este contexto, es evidente que corruptores y corrompidos no aman ni propician el amor salvo el desquiciado que se profesan a sí mismos.

        Indudablemente, escribo desde una mente cristiana, pero procuro hacerlo de modo que sea útil a una mayoría. El amor gobernado por la recta razón. Amar guarda poca relación con cifrar  la solución de nuestros problemas de corrupción en el apartamiento de los catecismos –modo grosero de referirse a algo inexistente- y un aborto con más capacidad de muertes. ¿Alguien piensa seriamente en amar a la gente de ese modo. ¿Alguien cree que seremos más humanos y juveniles cambiando el Crucificado por el Che Guevara, a quien la gente joven ya no conoce?

        El amor puede sanar muchas heridas en una humanidad rasgada por sobornos y otras perversiones. Amar es darse, es acoger la vida naciente y tener hospitalidad con quien la necesita. Amar es aceptar lo que otro nos da y hacerlo propio, como escribió Yepes Stork. Amar es respetar y reconocer la dignidad de todos, incluidos ancianos y no nacidos. Si educamos para el amor, elegiremos amorosamente, y eso hace distinta la elección. Amar es atender y comprender. También obedecer es amar, y buscar la concordia, actuar desinteresadamente, respetar las promesas, perpetuarse en un tiempo con ansia de eternidad.


        ¿No podríamos poner todos los medios en búsqueda de esa civilización del amor, que es lo más opuesto a la civilización de la podredumbre? Así la vida humana volvería a brillar con todo su esplendor aún con los errores nacidos de nuestras limitaciones. La vida sería esa aventura apasionante cantada por los poetas, celebrada por la música, inmortalizada en la pintura, reflejada en un cine moderno y atrayente, trabajada en los talleres y en las aulas. Una vida pletórica de vida, de personas con norte y brújula, un río de luz con la fuerza creativa del hombre, siempre capaz de lo mejor y de lo peor. Ha de cambiar todo para que nada siga igual,  para  despertarnos, como decía una canción italiana, con los ojos y el corazón de un niño que nunca puede traicionar.  Sólo veo realizable la poesía de la canción con los ojos de Dios.


P. Pablo Cabellos Llorente

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