30 de mayo de 2013

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Jueves VIII del tiempo ordinario

Mc 10,46-52

“En aquel tiempo, cuando Jesús salía de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: ‘¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!’. Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: ‘¡Hijo de David, ten compasión de mí!’.

Jesús se detuvo y dijo: ‘Llamadle’. Llaman al ciego, diciéndole: ‘¡Ánimo, levántate! Te llama’. Y él, arrojando su manto, dio un brinco y vino donde Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo:’«¿Qué quieres que te haga?’. El ciego le dijo: ‘Rabbuní, ¡que vea!’. Jesús le dijo: ’Vete, tu fe te ha salvado’. Y al instante, recobró la vista y le seguía por el camino”.

COMENTARIO

Muchas de las personas que se dirigían a Jesús lo hacían porque tenían graves problemas físicos. Y esto era así no sólo por el problema físico que pudieran tener sino por lo que significaba a nivel social tenerlo.

Cuando aquel ciego grita para que el Mesías le escuche lo hace porque sabe que  de aquel hombre sólo puede obtener lo bueno y mejor para su vida. Y por eso insiste en llamarlo. No puede hacer otra cosa que creer y cree.

Jesús sabe que aquel hombre cree en Él de verdad. Tiene confianza en lo que puede hacer el Maestro. Eso le salva de aquella terrible enfermedad de la ceguera. Era ceguera, por cierto, física, que no le impidió ver en Jesús a quien lo iba a salvar. Su fe le salvó. 


JESÚS,  cuando alguien se dirige a Ti con fe y lo hace con fe auténtica y verdadera, siempre obtiene lo que pide. Eso, sin embargo, debería hacer que meditáramos acerca de por qué no obtenemos siempre lo que pedimos.





Eleuterio Fernández Guzmán


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