15 de septiembre de 2011

Un revolucionario llamado Jesucristo

Cuando Jesucristo comenzó su vida pública nadie sabía que la palabra que venía a traer era una Palabra fuerte. Así, cuando comenzó a predicar que traía el Reino de Dios muchos no comprendieron qué quería decir.

Para algunos debía tratarse de uno que lo fuera poderoso; poder de hombres para los tiempos de aflicción por los que pasaba el pueblo elegido por Dios. No obstante llamaban a Dios, Sebaot, el de los ejércitos.

Por eso muchos se marcharon cuando dio a entender que su Reino no era terreno sino, al contrario, de otro mundo; un Reino donde el poder no lo tenía el más poderoso sino el más humilde y donde los últimos iban a ser los primeros.

No. Sin duda aquel Jesús no era el Rey que esperaban.

Pero esto sucedió porque Jesucristo era un revolucionario de un calado distinto; era un revolucionario no al uso sino uno de una nueva revolución: la del amor.

La revolución de la carne

Si Cristo vino a traer algo muy importante y es lo que, en realidad, nos sirve para poder demostrar que somos discípulos suyos es, sin duda alguna, la posibilidad de renovar nuestra forma de ser y nuestro comportamiento con un cambio en el corazón.

El naví Ezequiel (36: 25-27) lo expresa a la perfección cuando recoge las palabras de Dios en el sentido siguiente:

“Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas”.

Y Jesucristo pretendía que de sus corazones no saliesen más injurias, más venganzas, más alteraciones de la Ley de Dios; que fueran nuevos… de piedra, como eran entonces, se transformaran en unos de carne donde primara el perdón, la misericordia y el amor.

Sin duda, muchos de aquellos otros nosotros prefirieron la humana condición por sobre la espiritual y se revelaron, consiguiendo su propósito, a su vez, contra Cristo.


La revolución de la sangre

Pero no sólo trajo una revolución que produjo aquel cambio de corazón citado arriba sino que, además, también supo hacer ver que, en realidad, su revolución también tenía otro sentido: ahora correspondía hacer el cambio de la sangre porque en la misma va la vida y sin ella el cuerpo humano deja de existir o, simplemente, deja de cumplir las funciones para las que es creado.

Por eso, Jesucristo, recomendado la bebida de su sangre, estaba promulgando la vida eterna reconociéndose portador de la misma: quien bebiera su sangre alcanzaría la vida que nunca muere. Pero aquella ingesta suponía algo más que era lo que, en verdad, encerraba aquella parte de la revolución de Cristo: la transformación de la misma vida de quien la bebía porque beber la sangre de Cristo debía suponer y ahora debiera suponer un cambio en nuestra forma de proceder como efecto directo del amor con el que Jesús entregó su vida.

Ante estas dos revoluciones que Cristo proponía recoge el evangelista Juan (6, 60) que su lenguaje era duro: “¿Quién puede escucharlo?” decían muchos de los que le oían.

Y ahora mismo, nosotros también podemos hacernos la misma pregunta y, también, responder como Pedro: “Tu tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68) y hacer, con nuestra existencia lo que debe hacer quien se considera hijo de Dios y, como dijo el evangelista Juan, lo es (1 Jn 3,1) como confirmando la realidad más importante de nuestra existencia. Tal fue, es, la revolución de Cristo.




Eleuterio Fernández Guzmán




Publicado en Acción Digital




































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