17 de septiembre de 2011

Cristo Sembrador


Sábado XXIV del tiempo ordinario



Lc 8,4-15



“En aquel tiempo, habiéndose congregado mucha gente, y viniendo a Él de todas las ciudades, dijo en parábola: ‘Salió un sembrador a sembrar su simiente; y al sembrar, una parte cayó a lo largo del camino, fue pisada, y las aves del cielo se la comieron; otra cayó sobre piedra, y después de brotar, se secó, por no tener humedad; otra cayó en medio de abrojos, y creciendo con ella los abrojos, la ahogaron. Y otra cayó en tierra buena, y creciendo dio fruto centuplicado’. Dicho esto, exclamó: ‘El que tenga oídos para oír, que oiga’.



Le preguntaban sus discípulos qué significaba esta parábola, y Él dijo: ‘A vosotros se os ha dado el conocer los misterios del Reino de Dios; a los demás sólo en parábolas, para que viendo, no vean y, oyendo, no entiendan.



‘La parábola quiere decir esto: La simiente es la Palabra de Dios. Los de a lo largo del camino, son los que han oído; después viene el diablo y se lleva de su corazón la Palabra, no sea que crean y se salven. Los de sobre piedra son los que, al oír la Palabra, la reciben con alegría; pero éstos no tienen raíz; creen por algún tiempo, pero a la hora de la prueba desisten. Lo que cayó entre los abrojos, son los que han oído, pero a lo largo de su caminar son ahogados por las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, y no llegan a madurez. Lo que cae en buena tierra, son los que, después de haber oído, conservan la Palabra con corazón bueno y recto, y dan fruto con perseverancia’”.







COMENTARIO



Cristo siembra en la tierra fecunda del corazón de la semejanza de Dios con un fin claro: que el corazón devenga de carne y deje de ser de piedra. Siembra Cristo porque vino, al mundo, para eso.




Hay, al respecto, cristianos de todo tipo. Aquellos que reciben la fe como fuego que les quema el corazón pero, luego, se enfría pronto; aquellos que son duros de corazón y cuesta mucho que arraigue la semilla de Dios; aquellos que, en fin, lo aceptan y quedan entre los hijos del Creador para siempre, siempre, siempre.







Ser tierra donde crezca la semilla sembrada por Dios es cosa, seguramente, de cada uno de nosotros. Tenemos la libertad que nos da el Creador para aceptarlo o no aceptarlo. Al fin y al cabo si queremos que fructifique el Amor de Dios en nuestro corazón tenemos que aceptarlo.









JESÚS, sembraste y siembras con una intención santa que es que aceptemos la vida eterna que nos ofreces. Cada uno de nosotros somos hermanos en la fe y, por eso mismo, sabemos si queremos aceptarte o no. No podemos, sin embargo, mentirte porque ves en lo secreto de nuestro corazón y, aunque a veces lo intentemos, de nada nos ha de servir…












Eleuterio Fernández Guzmán



16 de septiembre de 2011

Dios responde al hombre







En muchas ocasiones puede tener asiento en nuestro corazón la duda acerca de si Dios nos escucha y, lo que es peor para nosotros, si responde, en realidad, a nuestras oraciones o súplicas.
A este respecto, dice el Salmo 3 lo siguiente.

“Cuando clamo, respóndeme, oh Dios mi justiciero,   en la angustia tú me abres salida;  tenme piedad, escucha mi oración.
Vosotros, hombres, ¿hasta cuándo seréis torpes de corazón,          amando vanidad, rebuscando mentira?
¡Sabed que Dios mima a su amigo,  Dios escucha
cuando yo le invoco.
Temblad, y no pequéis; hablad con vuestro corazón en el lecho
¡y silencio!
Ofreced sacrificios de justicia y confiad en Dios.
Muchos dicen: ‘¿Quién nos hará ver la dicha?’ ¡Alza sobre nosotros la luz de tu rostro! Dios, tú has dado a mi corazón más alegría  que cuando abundan ellos de trigo y vino nuevo.
En paz, todo a una, yo me acuesto y me duermo, pues tú solo,
Dios, me asientas en seguro”.
Sobre este tema, Benedicto XVI, en la Audiencia General del pasado 7 de septiembre dijo que “La situación de angustia y de peligro experimentada por David es el telón de fondo de esta oración y ayuda a su comprensión”, porque “en el grito del salmista todo hombre puede reconocer estos sentimientos de dolor, de amargura, a la vez que de confianza en Dios que, según la narración bíblica, acompañó a David en su huida de la ciudad”.

Vemos, pues, que en la necesidad más imperiosa que tengamos o que así la consideremos nosotros el corazón de Dios está atento a lo que le manifestemos. Dolor, amargura… y todo aquello que oprima nuestro ser y que nos mantenga alejados de la tranquilidad de espíritu nos hace mirar a Dios (¡Ojalá no fuera sólo en tales ocasiones sino que supiéramos agradecer, siempre, lo que nos da!). Pedimos lo que necesitamos como, por ejemplo, aquello que pueda tranquilizar y serenar nuestra alma y que nos impela a mirar al futuro con la visión optimista que nunca debe perder el hijo de Dios.
Con toda claridad dice el salmista que “Dios escucha cuando le invoco” y, así, se siente en la seguridad de no estar orando a la nada o a nadie sino, muy al contrario, al Padre que lo creó y que, con su misericordia, le permite seguir viviendo.

Y Dios responde porque un Padre nunca puede quedar impertérrito ante la petición de su hijo que, seguro de la bondad de quien lo trajo al mundo, espera, del mismo, comprensión y, ante las insinuaciones que el salmista hace de que puedan pensar los que le acosa que Dios no lo escucha, se manifiesta con rotundidad diciendo “Tú, Dios, me asientas en seguro” porque reconoce que nunca ha dejado de responderle ante sus súplicas y que sostiene, por eso mismo, su vida de mortal.
Por eso dice el Santo Padre, en la catequesis citada arriba, que “En el dolor, en el peligro, en la amargura de la incomprensión y de la ofensa, las palabras del Salmo abren nuestro corazón a la certeza consoladora de la fe. Dios está siempre cerca -también en las dificultades, en los problemas, en las tinieblas de la vida- escucha, responde y salva a su modo”.

Tenemos, por tanto, que estar en la seguridad de que el Creador no deja de respondernos y que, en todo caso, es realidad espiritual nuestra darnos cuenta de qué nos dice y cuándo nos lo dice. Así, permanecer a la escucha de la manifestación de la voluntad de Dios es tarea que cada discípulo de Jesucristo ha de llevar a cabo.
Algo, por otra parte, que no debemos olvidar es la actitud que muestra el salmista ante la persecución que está sufriendo. No responde con soberbia humana y no se enfrenta a los perseguidores con armas y bagajes sino, en todo caso, con el recurso a la oración y, dirigiéndose a Dios, sabe que será escuchado y, como el Creador quiera, respondido.

Es decir, muestra fe ante lo que es ambición humana y, por eso mismo, sabe que Dios lo escuchará y que atenderá su orar y su demanda de auxilio. Esto muestra, una vez más, el sentido de fidelidad que tenía aquella persona que, inspirada por el Espíritu Santo, ponía por escrito lo que le dictaba su corazón de hijo que se siente poco ante el Padre pero que sabe, por eso mismo, que nunca le defraudará y que le responderá con gran beneficio y gozo para su alma y para su vida ordinaria.
Que Dios responde a cada uno de los que se dirigen a Él es algo que a cada cual corresponde conocer y reconocer. Que no puede hacer otra cosa el Padre es algo que, sin duda alguna, todos sabemos. Lo que nos falta, muchas veces, es intención de ponernos a la escucha y nos basta con pedir sin saber que no siempre nos conviene lo que pedimos y que Dios sí sabe lo que, en cada momento, tenemos que demandar a su voluntad. Escuchar a Dios es, por eso mismo, una forma de manifestar nuestra filiación divina y de demostrar que, al menos en eso, no faltamos a nuestra obligación pues Quien responde merece ser escuchado.



Eleuterio Fernández Guzmán


Publicado en Análisis Digital

Cristo y la mujer


 

Viernes XXIV del tiempo ordinario



Lc 8,1-3






“En aquel tiempo, Jesús iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios; le acompañaban los Doce, y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que les servían con sus bienes.”




COMENTARIO




Cristo amó como ejemplo de lo que se debía hacer a las personas que eran, que estaban, más desfavorecidas por la sociedad de su tiempo. Amó hasta el extremo a los pobres y a los que, en realidad, estaban apartados del mundanal ruido.



La mujer ocupaba un papel poco preponderante en la época en la que el Hijo del hombre vino a salvar a la humanidad. No se tenía en cuenta su opinión y era vista como un ser humano de categoría inferior. Pero Jesús cambia tal forma de ver y pensar.



Muchas mujeres seguían a Cristo. Muchas de ellas estuvieron a los pies de la cruz y, por ejemplo, María Magdalena fue la que anunció que había resucitado convirtiéndose, así, en apóstol de los suyos. No quiso Jesucristo dejar a la mujer de lado y le dio toda la importancia que merecía.







JESÚS, mucho quisiste, quieres, a la mujer porque sabes que es imprescindible para la vida de la humanidad. Por eso destacaste su labor y le diste importancia para que vieran que no se le podía dejar de lado. Nosotros, por ser sus discípulos, no podemos hacer otra cosa.






Eleuterio Fernández Guzmán



15 de septiembre de 2011

Un revolucionario llamado Jesucristo

Cuando Jesucristo comenzó su vida pública nadie sabía que la palabra que venía a traer era una Palabra fuerte. Así, cuando comenzó a predicar que traía el Reino de Dios muchos no comprendieron qué quería decir.

Para algunos debía tratarse de uno que lo fuera poderoso; poder de hombres para los tiempos de aflicción por los que pasaba el pueblo elegido por Dios. No obstante llamaban a Dios, Sebaot, el de los ejércitos.

Por eso muchos se marcharon cuando dio a entender que su Reino no era terreno sino, al contrario, de otro mundo; un Reino donde el poder no lo tenía el más poderoso sino el más humilde y donde los últimos iban a ser los primeros.

No. Sin duda aquel Jesús no era el Rey que esperaban.

Pero esto sucedió porque Jesucristo era un revolucionario de un calado distinto; era un revolucionario no al uso sino uno de una nueva revolución: la del amor.

La revolución de la carne

Si Cristo vino a traer algo muy importante y es lo que, en realidad, nos sirve para poder demostrar que somos discípulos suyos es, sin duda alguna, la posibilidad de renovar nuestra forma de ser y nuestro comportamiento con un cambio en el corazón.

El naví Ezequiel (36: 25-27) lo expresa a la perfección cuando recoge las palabras de Dios en el sentido siguiente:

“Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas”.

Y Jesucristo pretendía que de sus corazones no saliesen más injurias, más venganzas, más alteraciones de la Ley de Dios; que fueran nuevos… de piedra, como eran entonces, se transformaran en unos de carne donde primara el perdón, la misericordia y el amor.

Sin duda, muchos de aquellos otros nosotros prefirieron la humana condición por sobre la espiritual y se revelaron, consiguiendo su propósito, a su vez, contra Cristo.


La revolución de la sangre

Pero no sólo trajo una revolución que produjo aquel cambio de corazón citado arriba sino que, además, también supo hacer ver que, en realidad, su revolución también tenía otro sentido: ahora correspondía hacer el cambio de la sangre porque en la misma va la vida y sin ella el cuerpo humano deja de existir o, simplemente, deja de cumplir las funciones para las que es creado.

Por eso, Jesucristo, recomendado la bebida de su sangre, estaba promulgando la vida eterna reconociéndose portador de la misma: quien bebiera su sangre alcanzaría la vida que nunca muere. Pero aquella ingesta suponía algo más que era lo que, en verdad, encerraba aquella parte de la revolución de Cristo: la transformación de la misma vida de quien la bebía porque beber la sangre de Cristo debía suponer y ahora debiera suponer un cambio en nuestra forma de proceder como efecto directo del amor con el que Jesús entregó su vida.

Ante estas dos revoluciones que Cristo proponía recoge el evangelista Juan (6, 60) que su lenguaje era duro: “¿Quién puede escucharlo?” decían muchos de los que le oían.

Y ahora mismo, nosotros también podemos hacernos la misma pregunta y, también, responder como Pedro: “Tu tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68) y hacer, con nuestra existencia lo que debe hacer quien se considera hijo de Dios y, como dijo el evangelista Juan, lo es (1 Jn 3,1) como confirmando la realidad más importante de nuestra existencia. Tal fue, es, la revolución de Cristo.




Eleuterio Fernández Guzmán




Publicado en Acción Digital




































Ya estaba escrito



Nuestra Señora de los Dolores

Lc 2,33-35

“En aquel tiempo, el padre de Jesús y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: ‘Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones’.



COMENTARIO

El anciano Simeón era profeta. Cuando María y José llevaron a Jesús al Templo para presentarlo a Dios se vio iluminada su vida de creyente en el Creador y supo que había llegado el momento que tanto estaba esperando.

Jesús sería alguien por quien muchas personas cambiarían su vida y su corazón. Será señal que servirá para que muchos dejen de ser lo que eran pero para que otros no modifiquen su comportamiento y sigan teniendo un corazón de piedra.

María, Madre de Jesucristo, vería afectada su vida como bien lo dice Simeón. Sería, su corazón, atravesado por una espada de dolor y de sufrimiento porque es necesario para que los que no sean lo sean y los que sean no dejen de serlo.



JESÚS, en tu pequeñez de niño recién nacido supo ver el anciano Simeón lo que sería tu vida. Profetizó lo que, exactamente iba a pasar contigo y, también, con el corazón de tu Madre, María. Pero, sobre todo, manifestó que serías signo de contradicción y que muchos tendrían que tomar partido por ti o por el mundo.





Eleuterio Fernández Guzmán



14 de septiembre de 2011

Caritas in Veritate - III- El sentido cristiano del desarrollo

Por mucho que se quiera decir en contra, la doctrina cristiana tiene un concepto del desarrollo económico y de la sociedad civil propio del contenido de la misma.

Benedicto XVI demuestra, en el Capítulo Tercero de su encíclica Caritas in Veritate que lo conoce bien.

Prueba de esto es que diga que “La sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre a no olvidar la realidad del pecado original, ni siquiera en la interpretación de los fenómenos sociales y en la construcción de la sociedad” (Cv 34)

Por eso, en el mismo punto, afirma que “Hace tiempo que la economía forma parte del conjunto de los ámbitos en que se manifiestan los efectos perniciosos del pecado”

Y esto lo que, en general, ha de querer decir es que el mal comportamiento que, en muchos aspectos, se producen dentro de la economía pueden explicarse por efectos del mismo pecado con el que nacemos todos los seres humanos. Todos.

Sin embargo, el relativismo que impera en la actualidad y la separación pretendida entre Dios, la doctrina cristiana y, en general, el ser humano, trae malas consecuencias para el mismo ser semejanza del Padre. Así, “la exigencia de la economía de ser autónoma, de no estar sujeta a ‘injerencias’ de carácter moral, ha llevado al hombre a abusar de los instrumentos económicos incluso de manera destructiva” (Cv 34)

Por eso el presente capítulo de la última encíclica de Benedicto XVI incide en muchas ocasiones en lo que supone que el ser humano haga como si Dios no existiera y, a nivel económico, se desmande con facilidad y haga de su labor diaria, un desafío a principios éticos y morales sin los cuales el resultado del devenir es, simplemente, nefasto.

Por ejemplo, sobre lo económico, podemos decir que lo que mueve al mercado es la llamada “justicia conmutativa” o, lo que es lo mismo, la aplicación del principio do ut des (doy para que des) porque se regulan, así, las relaciones económicas entre las personas.

Pero la Iglesia católica y, en ésta, su doctrina social “no ha dejado nunca de subrayar la importancia de la ‘justicia distributiva’ y de la ‘justicia social’ para la economía de mercado, no sólo porque está dentro de un contexto social y político más amplio, sino también por la trama de relaciones en que se desenvuelve” (Cv 35)

Otro aspecto que, a nivel cristiano, no se entiende es el desarrollo económico como algo que puede considerarse contrario al desarrollo social. Es decir, que una nación avance económicamente no puede ir, nunca, contra una parte de las personas que componen tal sociedad.

Así, “El mercado no es ni debe convertirse en el ámbito donde el más fuerte avasalle al más débil. La sociedad no debe protegerse del mercado, pensando que su desarrollo comporta ipso facto la muerte de las relaciones auténticamente humanas” (Cv 36)

Y esto, sin duda, tiene una razón que explica, además de esto, otros muchos comportamientos que se producen en la economía: “Lo que produce estas consecuencias es la razón oscurecida del hombre, no del medio en cuanto tal”.

Por eso, no puede considerarse que la economía, que determinado modelo económico, sea, en sí, malo o negativo sino que son las personas (que, al fin y al cabo, hacen y desarrollan el modelo) las que lo pueden hacer malo o negativo porque “El sector económico no es ni éticamente neutro ni inhumano o antisocial por naturaleza. Es una actividad del hombre y, precisamente porque es humana, debe ser articulada e institucionalizada éticamente” (Cv 36)

Al respecto, por otra parte, algo hay muy importante en la economía de hoy día: la globalización.

El Santo Padre no podía dejar pasar por alto tan trascendental tema muchas veces equivocadamente tratado.

Por eso, “cuando se entiende la globalización de manera determinista, se pierden los criterios para valorarla y orientarla. Es una realidad humana y puede ser fruto de diversas corrientes culturales que han de ser sometidas a un discernimiento” (Cv 42)

No podemos, por lo tanto, equivocar nuestro pensamiento sobre esta realidad tan importante hoy día.

De aquí que Benedicto XVI diga que “oponerse ciegamente a la globalización sería una actitud errónea, preconcebida, que acabaría por ignorar un proceso que tiene también aspectos positivos, con el riesgo de perder una gran ocasión para aprovechar las múltiples oportunidades de desarrollo que ofrece”.

Y, para esto, ofrece, el Santo Padre, una trilogía de realidades que ayudan a comprender el proceso de globalización que no deberíamos olvidar:

“Relacionalidad, comunión y participación” (Cv 42)

A través de tales realidades podemos aplicar unos principios cristianos que conduzcan, el proceso inexorable de globalización, por caminos verdaderamente puedan llamarse de desarrollo, de verdadero desarrollo.


Eleuterio Fernández Guzmán






Creer y vivir eternamente



La Exaltación de la Santa Cruz



Jn 3,13-17

En aquel tiempo, Jesús dijo a Nicodemo: ‘Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él’.


COMENTARIO

Jesús profetiza cómo será su muerte. Será levantado en una cruz y en tal momento todo el que crea en Él se salvará. Habrá creído en la cruz y en lo que supone la misma para quien sigue a Cristo.


El Hijo de Dios fue dado por el Creador al mundo. No se lo reservó para Él sino que lo entregó a su propia creación para que, a su vez, salvara al resto de hermanos perdidos y alejados de la verdadera, y única, voluntad de Dios.

La salvación no vino, pues, de un juicio que Cristo hiciera al mundo. En realidad, ya estaban, ya están, juzgados, aquellos que no creen en el Hijo del hombre y, por eso mismo, trató de que hubiera conversión de los corazones de aquellos que lo escuchaban. Tal conversión llevaba aparejada la salvación… eterna y no sólo del momento del cambio de corazón.



JESÚS, la salvación eterna la ganas Tú con tu muerte en la cruz y con tu misma sangre. Salvas porque has comprendido, desde siempre, que es la voluntad de tu Padre. Y aquellos que creen en ti saben que deben cargar con su propia cruz, como tú hiciste con la tuya.



Eleuterio Fernández Guzmán



13 de septiembre de 2011

La responsabilidad de ser católico






Cualquier persona medianamente informada sabe y reconoce que la situación por la que está pasando la fe católica en occidente no deja de ser preocupante.

Existen numerosas asechanzas del Mal que, ora por un tema ora por otro, no cejan de cercenar los principios que, por cierto, dieron forma a la civilización occidental y, en el caso concreto de Europa, además, la constituyeron como entidad importante dentro del concierto universal.

Sin embargo, una involución se está llevando a cabo que, desde el punto de vista de un creyente no puede dejar de preocupar.

Es bien cierto que nadie ha dicho nunca (y si lo ha hecho ha mentido) que ser cristiano, aquí católico, sea fácil. Es más, más bien es al contrario porque el símbolo que, sobre todos, define a los discípulos de Cristo es, precisamente, la cruz. Y una cruz es, suele ser, difícil de llevar y, a veces, incluso de soportar como tal.

Dicho rápidamente, por apuntar algunas de las circunstancias por las que está pasando nuestra fe, lo que sigue es, más o menos, a lo que se enfrenta:


1.-El desarrollo de ideologías, digamos, no cristianas.

2.-El nihilismo.

3.-El relativismo.

4.-El respeto humano.

Así, las ideologías materialistas, por ejemplo el marxismo, en cuanto se cruzan en el camino de la religión, sólo persiguen su defenestración.

A este respecto, aunque quede un tanto lejano en el tiempo, vale la pena traer a colación una parte de la carta pastoral del entonces (1976) obispo de Tenerife, don Luis Franco:

“La verdadera moralidad, la verdadera virtud, honradez, fidelidad, libertad… consisten en el servicio al marxismo. El pecado, la maldad, el deshonor, la infidelidad, la esclavitud, es todo lo que se opone a su doctrina a su concepción del mundo, del hombre y de las cosas.”

Donde pone “marxismo” pongan socialismo o, simplemente, progresismo, y les saldrá, de forma inmediata, la situación por la que, por ejemplo, pasa España: la falta de virtud, una honradez poco común, por extraña, una fidelidad limitada a tal ideología y una libertad que se pretende limitar a base de leyes y reglamentos.

En cuanto al nihilismo y al relativismo… bastante daño está haciendo en el común de los creyentes con sus posiciones alejadas de la fe católica. Muy fácilmente se puede pasar del “todo vale”, muy propio del relativismo, a tener como no puesta en nuestra vidas

Pero, seguramente, hay algo que es peor que todo lo dicho hasta ahora porque supone la participación directa del corazón del creyente: el denominado “respeto humano”.

Así, el “qué dirán si me manifiesto católico” o el “qué pensarán de mí si digo, sobre el aborto, lo que pienso como creyente” hace más daño a quien así se manifiesta que los otros aspectos aquí citados. Y eso es así porque retraerse en la fe es, simplemente, mentir a la misma y, así, a Dios.

Y ante todo esto nos queda (que no es poco) la responsabilidad de ser católicos y el dar testimonio, así, de la fe a la que decimos aferrarnos.

¿Cómo se ha de manifestar tal responsabilidad?

Por ejemplo, como ya se ha dicho aquí, dando un testimonio de nuestra vida como católicos.

Por ejemplo, siendo coherentes con nuestra fe y llevando una adecuada “unidad de vida” (hacer según se piensa sin aplicar el famoso cumplimiento en el sentido de cumplo y miento”)

O por ejemplo, olvidando para siempre el miedo a la libertad religiosa a la que tenemos derecho; a ponerla en práctica.

No es la situación aquí planteada nada nuevo para la vida de la Iglesia de Cristo. Cuando el 7 de diciembre de 1965 Pablo VI hiciera pública la Declaración “Dignitatis Humanae” decía en su conclusión algo que, ahora mismo, nos suena, no nos viene de nuevas: “No faltan regímenes en los que si bien su Constitución reconoce la libertad de culto religiosa, sin embargo, las mismas autoridades públicas se empeñan en apartar a los ciudadanos de profesar la religión y en hacer extremadamente difícil e insegura la vida de las comunidades religiosa”.

Y es que, por eso, bien podemos decir que ahora mismo, entre nosotros y entre otros nosotros, hermanos creyentes, ha llegado el momento de hacer efectiva la responsabilidad de ser católico. Y no sólo en el ámbito privado sino, sobre todo, en el público, donde se nos ve, del que, al fin y al cabo, formamos parte.


Eleuterio Fernández Guzmán


Publicado en Acción Digital









Amar al necesitado



Martes XXIV del tiempo ordinario





Lc 7,11-17

“En aquel tiempo, Jesús se fue a una ciudad llamada Naím, e iban con Él sus discípulos y una gran muchedumbre. Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda, a la que acompañaba mucha gente de la ciudad. Al verla el Señor, tuvo compasión de ella, y le dijo: ‘No llores’. Y, acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaban se pararon, y Él dijo: ‘Joven, a ti te digo: levántate’. El muerto se incorporó y se puso a hablar, y Él se lo dio a su madre. El temor se apoderó de todos, y glorificaban a Dios, diciendo: ‘Un gran profeta se ha levantado entre nosotros’, y ‘Dios ha visitado a su pueblo’. Y lo que se decía de Él, se propagó por toda Judea y por toda la región circunvecina.


COMENTARIO


Vuelve Jesús a tener en cuenta la situación en la que pueden quedar las personas que no tienen quien las defiendan. Socorre a los más necesitados porque son los pobres que tanto ama. Y lo hace porque, de otra forma, sabe que nadie lo hará salvo aquellos que, en lo sucesivo, aprendan de su gesto y obra.

Aquella señora viuda se quedaba sola en la vida. En aquella época la viudez suponía miseria porque no se tenía por costumbre ayudar a las personas que quedaban en tal estado. Era, por eso mismo, una situación de infusión muy grande que Jesús no puede pasar por alto.


Con gran verdad decían aquellos que Dios había visitado su pueblo. Devolver a la vida a un muerto era muestra más que suficiente de que el poder del Creador estaba con Él. Y Jesús no podía hacer otra cosa que lo que hizo.




JESÚS, la viuda de Naím quedaba sola en la vida, desamparada y alejada de la misma sociedad. Amparaste a quien te necesitaba y lo hiciste sin, siquiera, esperar que te lo pidiera. Era de justicia divina amar a quien estaba triste y necesitada.








Eleuterio Fernández Guzmán



12 de septiembre de 2011

Fe y humildad



Lunes XXIV del tiempo ordinario

Lc 7,1-10

“En aquel tiempo, cuando Jesús hubo acabado de dirigir todas estas palabras al pueblo, entró en Cafarnaúm. Se encontraba mal y a punto de morir un siervo de un centurión, muy querido de éste. Habiendo oído hablar de Jesús, envió donde Él unos ancianos de los judíos, para rogarle que viniera y salvara a su siervo. Éstos, llegando donde Jesús, le suplicaban insistentemente diciendo: Merece que se lo concedas, porque ama a nuestro pueblo, y él mismo nos ha edificado la sinagoga’.

Jesús iba con ellos y, estando ya no lejos de la casa, envió el centurión a unos amigos a decirle: ‘Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres bajo mi techo, por eso ni siquiera me consideré digno de salir a tu encuentro. Mándalo de palabra, y quede sano mi criado. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: ‘Vete’, y va; y a otro: ‘Ven’, y viene; y a mi siervo: ‘Haz esto’, y lo hace’.

Al oír esto Jesús, quedó admirado de él, y volviéndose dijo a la muchedumbre que le seguía: ‘Os digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande’. Cuando los enviados volvieron a la casa, hallaron al siervo sano.


COMENTARIO

Jesús siempre tiene en cuenta, muy en cuenta, la fe que muestran las personas que a Él se dirigen para pedir algún tipo de favor. No olvida, así, que lo que hay en el corazón de quien pide es muy importante para el Hijo de Dios.

También Cristo sabe que cuando alguien pide para otra persona está poniendo en práctica el amor al prójimo que es, junto al amor a Dios, la parte más importante de los mandamientos del Creador. Así se expresa la verdadera voluntad de cumplir la que es de Dios.

El sentido universal de la doctrina de Jesucristo se expresa muy bien en este particular caso. Una persona que no pertenece al pueblo escogido por Dios, el de Israel, supera a todo el mismo en fe y en creencia. Debió ser una lección muy grande de humildad para sus paisanos.


JESÚS,  la fe es crucial en el comportamiento del creyente. Si, además, la expresa, al fin y al cabo, alguien que no la debería tener por pertenecer a un comportamiento pagano viene a indicar que quien tiene que ponerla en práctica no puede dejar de hacer tal cosa.


Eleuterio Fernández Guzmán


11 de septiembre de 2011

La Iglesia de Benedicto XVI




Es obvio que para cada Pontífice la Iglesia es su casa y, como tal, quizá piensan en tenerla arreglada según cómo las convicciones espirituales de su corazón les instan a hacerlo. Y para el Santo Padre actual, ¿cómo debe ser la Iglesia de la que tiene la llave que, a través de los siglos, le llega desde Pedro?

Antes que nada hay que indicar que las ideas que tratan de ser expresadas aquí han sido entresacadas, destiladas, de “El origen de la Iglesia” y “Salvación fuera de la Iglesia”, apartados contenidos en “El nuevo pueblo de Dios”, publicado en 1972 y del artículo titulado “¿Por qué permanezco en la Iglesia?” que puede encontrarse, en caso de querer ser leído totalmente,  en

En principio, la Iglesia es, en cuanto creación de Jesús, una “nueva comunidad visible de salvación”. Esta expresión, recogida en “El nuevo Pueblo de Dios”, texto de Benedicto XVI, clarifica bastante bien el sentido que quiere darle, su forma de ser, ante el mundo actual; al fin y al cabo, cómo quiere que sea esa casa común creada por el Mesías, este nuevo sucesor del Apóstol que renegó, pero supo levantarse a tiempo, de su amistad con Cristo.

Porque, ante la actual situación de incredulidad, de planteamiento de dudas acerca de todo lo relacionado con la fe cuando no con evidentes signos de ateísmo materialista y hedonista, la Iglesia, para Benedicto XVI, no ha de ser nada ambigua sino, al contrario, profundamente santa y signo que invite, que invita, a la fe; ante las asechanzas propias de un ser huidizo de Dios y amparado en lo pragmático y útil, la propuesta del actual Pontífice es que la Iglesia sea sensible a los problemas sociales; que se abra a la relación con los hermanos separados; que comprenda al otro que no piensa como quien tiene enfrente, quizá en su contra, pugnando y, por ejemplo, que lleve a cabo una liturgia que sea accesible al pueblo (me refiero a la Iglesia) Estos parámetros determinan que la Iglesia sea verdadera casa común, acogedor cauce para el alma de todos.

También, ante la pretensión de que la Iglesia responda con una voluntad propia, subjetiva, frente a la universalidad de su misión, Benedicto XVI entiende necesario comprender que los proyectos individuales si no se incardinan en lo que es la Iglesia de Cristo son, digamos, dice, como “castillos de arena” que fácilmente se vienen abajo. Por eso, la Iglesia de Benedicto XVI no puede ser “nuestra” en el sentido antes dicho, de apropiación particular y, lo que es peor, particularista, sino “suya” y, así, los fines que ha de abarcar, buscar y realizar han de tener, por eso mismo, un asiento en la voluntad de Dios y no, claro, en la nuestra. Al fin y al cabo, el Santo Padre establece su doctrina al respecto porque entiende que “en el fondo no es nuestra sino suya” (se refiere a Cristo) He aquí una poderosa razón para sentirse bien dentro de la Iglesia.

Además, uno de los aspectos más importantes en este tema es que Benedicto XVI entiende que la Iglesia se ha de regir por dos criterios esenciales: la justicia y al amor, esos dos bienes sin los cuales no se entiende una sociedad moralmente avanzada.

Si por una parte la lucha contra la injusticia “brota de un impulso fundamentalmente cristiano” y entender otra cosa no es, sino, manipular la realidad misma acaecida a lo largo de los siglos (esto último es opinión del que esto escribe), el amor, ley fundamental, primera, del Reino de Dios, ha de ser la savia que alimente a la Iglesia, porque “sin una cierta cantidad de amor no se encuentra nada”. Ese amor, esa caridad, la cual, el cual, ha sido claramente determinado y explicado en su primera Carta Encíclica Deus Caritas Est, ha de ser, como no puede ser de otra forma, el eje que conduzca el devenir de la Iglesia, porque “el amor no es estático ni acrítico” y, por lo tanto, y así, la Iglesia, puede transformar al hombre amándolo y hacerlo pasar de lo que es a lo que puede ser. Esto es lo que pretende el Santo Padre.

Todo esto apunta hacia un espacio que determina algo fundamental para la vida de cada uno de nosotros: “solamente la fe de la Iglesia salva al hombre”. El concepto que Benedicto XVI tiene de la Esposa de Cristo, y que ha sido brevemente explicado aquí, tiene ese fin, ese objetivo que radica en el sueño que, a lo largo de los siglos, condujo al pueblo elegido por Dios por los desiertos de su vida y luego, tras la constitución de la alianza definitiva hecha por el Creador con el hombre a través de Jesucristo, en la consecución de la salvación eterna. Esa salvación (en sí misma), meta esencial de todo hombre, sólo se puede llevar a cabo dentro del seno de la Iglesia. Pero esto hay que entenderlo correctamente, pues no quiere decir, como quizá se piense, que nadie más pueda salvarse. Por ejemplo, como Bonifacio VIII dice “la ignorancia invencible de la verdadera religión” no implica culpa alguna. Y estas personas también pueden alcanzar la vida eterna, pues esto es voluntad de Dios. Sin embargo, esto no quiere decir, tampoco, que de cualquier forma, apoyados en cualquier religión u opción religiosa, se derive la salvación eterna ya que sólo la fe cristiana tiene “el título de revelada” y es en Jesucristo donde el “Dios callado... se ha hecho palabra, discurso para nosotros” y esto es, al fin y al cabo lo que se busca cuando se pretende respuesta a esa inquisición que tanto puede llegar a preocuparnos: ¿nos salvaremos? o, lo que es lo mismo, ¿viviremos eternamente en el Reino de Dios?

Ante esto, ante el problema de la salvación eterna, habría que tener en cuenta que “donde está Cristo, está también la Iglesia” y esa su Esposa, la que quiere Benedicto XVI, es aquella donde debemos hacer discurrir nuestra vida para ser, así, sustancia del Cuerpo de Cristo, una parte de sí mismo, cor unum et anima una.    


Eleuterio Fernández Guzmán 

Servir


"El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos”.

Estas palabras dichas por Cristo y recogidas en el evangelio de san Mateo (20, 28) marcan un camino diáfano que debe seguir quien se considera discípulo del Hijo de Dios. Por eso, quien no opta por servir en vez de ser servido, está haciendo dejación de lo que es uno de los mandatos, sino expresos sí claramente tácitos, que dejó, en su primera venida, Jesucristo.

Cuando Benedicto XVI estuvo en IFEMA para encontrarse con los voluntarios de la pasada Jornada Mundial de la Juventud, les dijo que “Amar es servir y el servicio acrecienta el amor”.

Por lo tanto servir es manifestar el amor y, por eso mismo, cuanto más servicio se lleve a cabo, más aumentará el amor. Digamos que son realidades que se alimentan una a otra y que, entonces, también, si hay poco servicio el amor que se manifiesta es pequeño, rácano, venido a menos.

Servir, entonces, en el mundo de hoy, para un católico, ha de tener un sentido doble porque así es nuestro amor por Cristo. Así se sirve a la Esposa de Cristo sirviendo al prójimo y de tal manera se demuestra que el amor a Dios no es una vana proclamación sino que tiene efectos en nuestra vida porque, al fin y al cabo la que lo es del creyente ha de estar fundamentada en el pilar de la Fe y en el pilar de las Obras (Santiago 2, 18).

Como sabemos, servir es expresión de amor y, por lo tanto, la caridad tiene mucho que decir en cuanto al servicio. Y si hay un texto que determina, con exactitud, lo que significa el amor, el capítulo 13 de la Primera Epístola a los Corintios lo concreta a la perfección:

“Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo  que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy. Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha. La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no acaba nunca”, para a acabar diciendo (1 Cor 13, 13) que “ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad”, en el sentido de que en el definitivo Reino de Dios no hará falta la fe porque ya veremos a Dios ni tampoco la esperanza porque nada tendremos que esperar pero sí la caridad, el Amor, la primera ley del Reino de Dios.

Por lo tanto, el amor al prójimo ha de verse reflejado en el servicio. Y servicio que soporta, setenta veces siete, las ofensas; servicio que actúa sin envidia y que toma en cuenta lo bueno del prójimo soportándolo todo…que es lo que le hace escribir a san Juan, en su Primera Epístola (4,20), conociendo la verdad de una realidad, a veces, tan difícil, como el amor y el servicio, que “El que no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” que es una prueba cierta de verdadero amor y, así, de empuje para la entrega y el servicio.

Y todo lo contrario… no lo quiere Dios y así lo dice el profeta Isaías (1, 10-17) poniendo en boca del Creador lo siguiente: “…Aborrezco con toda el alma sus solemnidades y celebraciones; se me han vuelto una carga inaguantable. Cuando ustedes extienden las manos para orar, aparto mi vista; aunque hagan muchas oraciones, no las escucho, pues tienen las manos manchadas en sangre. Lávense, purifíquense; aparten de mi vista sus malas acciones. Dejen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien. Busquen el derecho, protejan al oprimido, socorran al huérfano, defiendan a la viuda.”

El amor, reflejado en la protección de quien sufre, de quien se ha quedado solo en el mundo… en fin, el servicio y servir a los demás que, además, están más necesitados, los pobres de los que dijo Jesús que siempre los tendríamos con nosotros (Jn 12, 8).

El amor, por lo tanto, es la base del comportamiento del hijo de Dios y no cabe otra forma de saberse discípulo de Cristo si no es manifestando, hacia el prójimo, un sentido amor que se refleje en el servicio que se le haca.

Para eso, la Madre Teresa de Calcula, beata, nos dejó la siguiente:

“ORACION PARA APRENDER A AMAR

Señor, cuando tenga hambre, dame alguien que necesite comida;
Cuando tenga sed, dame alguien que precise agua;
Cuando sienta frío, dame alguien que necesite calor.
Cuando sufra, dame alguien que necesita consuelo;
Cuando mi cruz parezca pesada, déjame compartir la cruz del otro;
Cuando me vea pobre, pon a mi lado algún necesitado.
Cuando no tenga tiempo, dame alguien que precise de mis minutos;
Cuando sufra humillación, dame ocasión para elogiar a alguien; Cuando esté desanimado, dame alguien para darle nuevos ánimos.
Cuando quiera que los otros me comprendan, dame alguien que necesite de mi comprensión;
Cuando sienta necesidad de que cuiden de mí, dame alguien a quien pueda atender;
Cuando piense en mí mismo, vuelve mi atención hacia otra persona.
Haznos dignos, Señor, de servir a nuestros hermanos;
Dales, a través de nuestras manos, no sólo el pan de cada día, también nuestro amor misericordioso, imagen del tuyo.”
Y es que, los hijos de Dios lo son en cuanto demuestra que lo son. Lo otro es una vana forma de querer engañar al Creador no sabiendo que eso no es posible. Quien es el Amor sólo puede esperar amor por parte de su descendencia.


Publicado en Análisis Digital



Eleuterio Fernández Guzmán

Algunas razones de nuestra esperanza


Lucas, evangelista y médico de Pablo de Tarso, cuenta en los Hechos de los Apóstoles que cuando éste llegó a Atenas comentó, a sus oyentes, que había visto una estatua dedicada al “Dios desconocido” y que él venía a predicar a ese Dios porque él lo había descubierto. Estaba en el Aerópago y era el mejor sitio para predicar a los que querían escuchar sobre todo lo humano y divino.
Todos sabemos que la conversión del apóstol de los gentiles se produjo camino de Damasco cuando perseguía a los seguidores de Jesucristo. Al caer del caballo cayó, también, su concepto, tan humano, de Dios y vino a ser otra persona. Cambió, por eso, su corazón y cumplió con ello lo que Dios quería para el hombre y que no era otra cosa que el corazón viniera a ser de carne y dejara de ser de piedra y producir, así, una verdadera conversión, odre nuevo que recibe un vino nuevo.

Dejó dicho el beato Juan Pablo II, en su “Fides et Ratio”, que “en lo más profundo del corazón del hombre está el deseo y la nostalgia de Dios” (FR, 24). Y de ese corazón, de donde salen las obras, es de donde salen, dominando nuestro vivir, esos argumentos que demuestran nuestra fe en la razón de la existencia de Aquel que muchos desconocen pero del que, quizá, tengan una presencia que vislumbran. Aquel Dios desconocido para los atenienses lo sigue siendo, por desgracia, para muchos contemporáneos nuestros que, a fuerza de mundo se olvidan de Quien los ha creado y de Quien, al fin y al cabo, les entregó este valle para que con su esfuerzo de hombres hicieran de él una tierra habitable para el hermano y, sobre todo, para el que no se considera tal pero que también es querido por Dios y merece, por eso, respeto y ayuda cuando sea necesaria.

Porque es obvio que convivimos con muchos que se dicen ateos que quizá no se den cuentan que también les es donada la libertad para escoger tal opción y que les es dada por Dios, el mismo a quien tratan de no tener en sus vidas; con muchos que se llaman agnósticos porque a fuerza de no creer en el acceso a lo divino no aceptan que nada pueda ser verdadero; con muchos que, incluso siendo, de bautismo, católicos, no tienen verdadera conciencia de lo que esto significa, del tesoro que Dios les ha dado y lo mantienen encerrado en su corazón, con cuatro candados preso, mostrando esa tibieza tan carente de verdadera fe y un sometimiento real al relativismo.

Entonces… ¿Qué hacer? ¿Cómo comunicar, para que se nos entienda, lo que es creer en el Reino de Dios? ¿Cómo hacerles ver que con la Palabra se puede gozar de las aguas de las que Isaías hablaba al nombrar esos “hontanares de salvación” (Isaías 12,3) por los que suspiramos? ¿Cómo ser esa luz que ilumina sus vidas para que, al menos, puedan verse reflejados en el espejo de Dios y sepan lo que se pierden y, sobre todo, que existen razones de fe que la sustentan?

Existen, para eso, pruebas de que Dios, con sus huellas dejadas en nuestras vidas, nos muestra esas razones: lo vemos en la naturaleza, en el silencio en el que oímos la brisa suave (como le sucedió a Elías en su huida) en la que sabemos está el Creador; en las mociones del Espíritu Santo que nos guía; en la sonrisa de un niño o en las lágrimas de un necesitado; en la caricia de un ser querido; en el amor sin condiciones de la inocencia infantil que tanto ama Jesús; en la dulzura de unas manos que se entregan al otro; en el acompañar, en la soledad, al triste; en ser cayado donde el atribulado sostenga la carga de su vida o en ser corazón que acoge, incluso, sobre todo, al que desconoce y maltrata nuestra fe.

Estas pueden ser, quizá, pocas razones de fe para convencer al que no quiere dejarse convencer pero, también, son dones, ciertos carismas del amor que Dios nos entrega para que con ellos podamos dar muestras de Su ser en nosotros; son como esos talentos que, a veces, no dejamos producir; son como si acudiera a nosotros el Padre para ser mostrado al prójimo y ser, así, ejemplo en el que mirarse, luz que seguir, instrumento vital para nuestra existencia; es como si, queriendo serlo, demostráramos que la Verdad es la Verdad y que no hay más salida que aceptarla para que nuestra vida concuerde con el sueño de eternidad que tanto quiso el pueblo elegido por Dios y que tanto anhelamos nosotros, sus herederos, nuevo pueblo.

Y son eso, razones de fe; nuestras razones de fe y esperanza.

Publicado en En Acción Digital




Eleuterio Fernández Guzmán

A matar lo llaman salud


El lenguaje políticamente correcto supone, como sabemos, una corrupción de la realidad. Se llama a las cosas con palabras que dulcifican a las mismas con intención, general, de no causar ningún tipo de malestar y de hacer pasar por pasable lo que es impresentable y perjudicial para la común consideración, por ejemplo, de la vida humana, sagrada creación de Dios Padre.

Esto es muy propio de una sociedad hedonista y una forma muy “humana” de conformarse con lo que pasa.

Pero también se puede utilizar tal lenguaje para confundir a las personas. Así, cuando se quiere hacer pasar por bueno lo malo, como hemos dicho arriba, basta con hacerse acompañar de buenas palabras que, en realidad, sólo muestran el semblante falso de quien las dice o escribe y dejan la terrible sensación de que quien las acepta no puede huir de su mundanidad y se entrega al mundo olvidando a Cristo y, así, a Dios.

Esto es lo que hicieron, por ejemplo con el aborto que es un tema, para el cual, se utiliza la denominación de “interrupción voluntaria del embarazo” más que nada por confundir porque sabemos que cuando algo se interrumpe por cualquier circunstancia puede volver a retomar su ser cuando, en realidad, el aborto interrumpe el desarrollo de la vida humana para no volver a retomarlo nunca más. Luego hay lenguaje claramente engañoso.

Lo dieron en llamar, y así quedó, “Ley de Salud Sexual y Reproductiva”.

Nada más y nada menos que matar, propio del aborto, han querido, quieren, que sea visto como algo, digamos, propio de la bondad física. Por eso hablan de “salud” del sexo o, lo que es lo mismo, que no tienen, para nada, en cuenta la vida del nasciturus sino, en todo caso y siendo muy caritativos, la de la madre, que tampoco porque la reproducción se olvida bastante.

Por eso dicen que, ahora, abortar, es un derecho. Y es extraño que se diga eso. ¿Cuándo matar puede fomentarse desde instancias oficiales? Recordemos… “no matarás”, mandamiento de Dios.

Y quieren, utilizando tan equivoco lenguaje, que la sociedad comulgue con las ruedas de un molino que, como el que trituraba el trigo en siglos pasados, triture, ahora, los cuerpos de seres humanos sentenciados a muerte sin juicio justo y vergonzantemente obligados a morir.

Pues a nosotros lo que nos parece es que tal lenguaje es una forma de distraer al personal. Tratan, además, de justificar la muerte del inocente haciéndose pasar, además, quien eso hace, por personas que saben lo que nos conviene y aplicando una simple y vulgar ingeniería social que tiende a la disolución de la sociedad actual y nos lleva directamente hacia la fosa de la que tanto escribió el salmista.

Y eso lo están haciendo, también y ahora mismo, con la misma eutanasia de forma disimulada y vergonzosa como ha sido el caso Ramona Estévez, muerta el pasado 6 del presente mes de septiembre tras retirarle la sonda a través de la cual comía y bebía.

Qué bien vienen, ahora, las palabras que escribió el cantautor catalán Lluís Llach en su canción “Campanadas a muerte”: “Asesinos de razones y de vidas”.

Y de vidas asesinos. 


Publicado en En Acción Digital




Eleuterio Fernández Guzmán

Misericordia y perdón

Domingo XXIV (A) del tiempo ordinario

Mt 18,21-35


“En aquel tiempo, Pedro preguntó a Jesús: ‘Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?’. Dícele Jesús: ‘No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía 10.000 talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: ‘Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré’. Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda.

‘Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: ‘Paga lo que debes’. Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: ‘Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré’. Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía.

‘Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido. Su señor entonces le mandó llamar y le dijo: ‘Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?’. Y encolerizado su señor, le entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía. Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano”.

COMENTARIO

Perdonar, incluso para un discípulo de Cristo que sabe que es crucial para llevar a la práctica su fe, no es siempre fácil. Nos dejamos llevar por egoísmos que nos impiden poner en práctica tal parte del Padre Nuestro.

Muchas veces tenemos que perdonas. Dice Jesús que hasta setenta veces siete que es como decir que siempre, siempre, siempre. Y esto pone en evidencia lo que, en realidad, pensamos en nuestro corazón, incluso, cuando perdonamos.

Ejercer sabiamente el perdón es hacerlo de todo corazón y de corazón blando, de carne, y no duro o de piedra. Bien sabemos que Dios ve en lo secreto y, por eso mismo, nuestro amor ha de manifestarse en momentos en los que, a lo mejor por no tener arraigo en nuestra vida, el perdón lo dejamos de lado para someternos al odio y a la venganza de corazón.


JESÚS,  perdonar saber que es muy importante para un discípulo tuyo. Tú mismo lo hiciste en el momento más difícil de tu vida de hombre común, en tu Pasión. Pediste, para los que te torturaban y mataban el perdón a Tu Padre Dios. Manifestamos, con el mismo, que, en verdad, somos hijos del Creador.



Eleuterio Fernández Guzmán