“Al dolor, siguió la alegría luminosa de la Resurrección.
¡Qué fundamento más claro y más firme para nuestra fe! Ya no deberíamos dudar.
Pero quizá, como los Apóstoles, somos todavía débiles y, en este día de la
Ascensión, preguntamos a Cristo: ¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino de
Israel?; ¡es ahora cuando desaparecerán, definitivamente, todas nuestras
perplejidades, y todas nuestras miserias?”
San Josemaría, en el número 117 de “Es Cristo que pasa” nos
da la clave de un momento muy importante para la humanidad.
No es de extrañar que los discípulos estuvieran tristes tras
la muerte de Cristo en la cruz. Tampoco que tuvieran miedo y que se
escondieran. Era un proceder lógico y natural en seres humanos que, al fin y al
cabo, no habían acabado de comprender ni lo que estaba sucediendo ni lo que iba
a suceder.
Había dolor. Y a tal situación espiritual sucedió lo que era
de esperar que sucediera y que no era otra cosa que la resurrección de Cristo.
Había prometido que así sería y así fue.
Es, sin duda alguna, algo fundamental para nuestra fe y, por
eso mismo, con ella nuestra fe es cierta y verdadera y sin ella es vana (cf. 1
Cor 15, 14) Sin embargo, más que demostrada que la resurrección de Cristo fue,
es, cierta, lo que sigue es lo único que puede seguir a tal situación: hemos
sido salvados y, por eso mismo, nos encontraremos, cuando Dios quiera,
habitando alguna de las estancias que Cristo nos está preparando en el
definitivo Reino de Dios.
Si hay una persona que, también en este momento, es
fundamental tenerla como esencial en nuestra vida (en ésta y en la que tiene
que venir) es María, la Madre Dios y Madre nuestra.
A tal respecto, el Beato Juan Pablo II, en una catequesis
mariana de fecha 21 de mayo de 1997 dijo que “Un autor del siglo V, Sedulio,
sostiene que Cristo se manifestó en el esplendor de la vida resucitada ante
todo a su madre. En efecto, ella, que en la Anunciación fue el camino de su
ingreso en el mundo, estaba llamada a difundir la maravillosa noticia de la
resurrección, para anunciar su gloriosa venida. Así inundada por la gloria del
Resucitado, ella anticipa el "resplandor" de la Iglesia (cf. Sedulio,
Carmen pascale, 5, 357-364: CSEL 10, 140 s).”
Pero, además, que “Por ser imagen y modelo de la Iglesia,
que espera al Resucitado y que en el grupo de los discípulos se encuentra con
él durante las apariciones pascuales, parece razonable pensar que María mantuvo
un contacto personal con su Hijo resucitado, para gozar también ella de la
plenitud de la alegría pascual.”
María, pues, es de pensar que también vio a Jesús, tras la
resurrección, de forma muy especial. Jesús no pudo dejar de ver a su Madre,
incluso antes que a María Magdalena, pues era una muestra de Amor del Hijo por
la Madre.
Por eso “la Virgen santísima, presente en el Calvario
durante el Viernes santo (cf. Jn 19, 25) y en el cenáculo en Pentecostés (cf.
Hch 1, 14), fue probablemente testigo privilegiada también de la resurrección
de Cristo, completando así su participación en todos los momentos esenciales
del misterio pascual. María, al acoger a Cristo resucitado, es también signo y
anticipación de la humanidad, que espera lograr su plena realización mediante
la resurrección de los muertos.”
Jesús resucita por nuestro bien porque tal era la necesidad
que tenía el ser humano para ser salvado. Su sangre nos valió la salvación
eterna prometida por Dios. Y eso sólo podemos agradecerlo como amor, entrega y
servicio.
Jesucristo resucita y, por eso mismo, debemos agradecer cada
momento de su vida porque, con ella, nos dio la nuestra para siempre, siempre,
siempre.
Eleuterio Fernández Guzmán
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