Puede parecer una rutina o, por mejor decirlo, algo que, año a año se produce, indefectiblemente, 50 días después de la resurrección de Nuestro Señor.
Es, nos referimos, con claridad, a Pentecostés que llegará tras el paso de los citados días.
Dijo Jesús, en el apogeo de la misión que le encomendó Dios, que no había venido a ser servido. Quería, diciendo eso, que no se le tomara por un rey terreno que necesita de servidumbre que le asista desde el momento más insignificante del día hasta los momentos más importantes de gobierno.
No. Jesús no había venido a eso y por eso, precisamente, muchos le rechazaron porque la promesa mesiánica (la llega del Mesías) la entendían de una forma muy humana, muy distinta y más llevada por la espada y la venganza que por el corazón y la misericordia.
Por eso dijo que, al contrario de lo que muchos de sus contemporáneos querían, había venido a servir. Y servir era hacerlo de muchas formas.
Una de las formas de cumplir con tal misión era la de transmitir la Palabra de Dios para que se comprendiese que, hasta en aquel momento, se había hecho un uso torticero de la misma creando multitud de normas que impedían, tras el follaje de la ley, ver la realidad espiritual de la voluntad de Dios.
Y aquí que Jesucristo, resucitado y dados los mensajes oportunos a aquellos que, en aquel momento, le seguía, los envía, por el ancho mundo de entonces a, en resumidas cuentas predicar.
Eso será, en esencia, Pentecostés: no quedarse parados en el camino hacia el definitivo reino de Dios sino decir, toque o no toque decirlo, que la Verdad es, ciertamente, Verdad. Donde es sí, ha de ser sí, como muy dijo Jesucristo.
Nos corresponde, pues, servir. Sobre todo servir sin el miramiento del respeto humano ni el cálculo del relativismo que tanto daño hace a la fe que tenemos.
Quizá nos ayude, por si acaso se nos ocurre poner como excusa que, en realidad, no sabemos en qué sentido tenemos que servir, el texto en el que los Hechos de los apóstoles (2, 42-47) nos dice cuál era el comportamiento de los primeros cristianos porque, seguramente, muchas de nuestras dudas queden despejadas.
Y dice lo siguiente:
“Los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones. Todo el mundo estaba impresionado por los muchos prodigios y signos que los apóstoles hacían en Jerusalén. Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían posesiones y bienes, y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno. A diario acudían al templo todos unidos, celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos, alabando a Dios con alegría y de todo corazón; eran bien vistos de todo el pueblo, y día tras día el Señor iba agregando al grupo los que se iban salvando”.
Aquí está, perfectamente explicitada, la doctrina que, en cuando misión, se nos encomienda a los discípulos de Cristo:
-No renunciar a escuchar la Palabra de Dios.
-Hacer vida en común y, en general, formar comunidad de cristianos y no sucumbir al individualismo espiritual que se nos pretende imponer.
-Vivir unidos en la fe.
-Dar a quien lo necesita.
-No olvidar la asistencia a la Casa de Dios.
-No olvidar la merecida alabanza que debemos a Dios.
-No perder la alegría y hacer nuestras obligaciones espirituales con alegría y sin fingimiento.
No parece, esto, poco para cumplir la voluntad de Dios sino que, al contrario, nos marca un camino bastante exacto por el que caminar y por el que llegar al definitivo reino donde Jesucristo está preparándonos las estancias donde morar eternamente.
Y tal cosa, ni más ni menos, ha de ser Pentecostés hacia el que nos encaminamos una vez pasada la Semana de Pasión de Nuestro Señor Jesucristo: estar en misión, siempre, y saber que es obligación nuestra, personas que nos reconocemos hijos de Dios y que cumplimos, por eso mismo, con lo que tiene previsto para nosotros.
Otra cosa es alejarse, mucho, del tiempo espiritual en el que vivimos.
Eleuterio Fernández Guzmán
Publicado en Acción Digital
No hay comentarios:
Publicar un comentario