Es bien cierto que aún quedan muchos días para que llegue el domingo de Pentecostés porque desde el domingo de Resurrección hasta entonces han de pasar cincuenta días durante los cuales la Pascua se manifiesta plena porque Dios sigue pasando por nuestras vidas hasta que seamos enviados.
Ahora, sin embargo, debemos mirar más allá del tiempo en el que estamos y tratar de conocer, si es que nos da el corazón para tanto, cuál ha de ser nuestra actitud en este tiempo, digamos, intermedio entre el encuentro de Cristo y María en la mañana del domingo por excelencia y aquel en el que el Hijo de Dios envíe a sus discípulos a predicar y a transmitir la Buena Noticia del Reino de Dios.
Sabemos que la pervivencia de la Pascua durante los cincuenta días en los que ahora mismo estamos tiene, como fecha, una que lo ese simbólica. Siete semanas es un signo de plenitud según el significado que el número 7 tiene en las Sagradas Escrituras. Por eso también vienen a ser como una imagen de la eternidad a la que estamos destinados gracias a Cristo por haber muerto en la cruz para salvación del mundo.
Hasta el momento exacto en el que (Hechos 2, 1-3) “Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos” tenemos que ser conscientes de que Cristo ha resucitado y que tan importante hecho espiritual y material nos ha de guiar en nuestro camino, por supuesto, hacia el definitivo Reino de Dios pero, a corto plazo, por el que nos lleva hasta tan radicalmente esencial momento de nuestra alma y de nuestra vida domo discípulos de Cristo.
Por lo tanto, mirando más allá de este ahora mismo en el que estamos debemos, sin embargo, ser cristianos a carta cabal. Cristo muere y resucita y hasta que sea infundido el espíritu en Pentecostés no podemos olvidar que debemos amarnos y que debemos perdonar; que debemos ser caritativos con los que más nos necesitan y que debemos acercarnos a los que sufren por dolencias físicas o espirituales; que debemos llevar la esperanza donde se haya perdido y, sobre todo, no perder nunca la nuestra porque sería como pecar contra el Espíritu Santo pues lo haríamos contra la Providencia de Dios.
Si así actuamos habremos hecho lo que Cristo quiere que hagamos y que, además, es la razón por la que murió dando su vida de forma consciente y por un bien superior… el de sus amigos. Por eso la Pascua es el tiempo más importante para los discípulos de Cristo porque nos sirve para que los demás tiempos no pierdan su propio sentido y que lo que la Iglesia hace y dice lo haga como fruto de su labor que es la que le encomendó su fundador Jesucristo.
Y es que, además, este tiempo en el que miramos más allá de nuestro ahora pero teniendo presente, precisamente, el ahora mismo, es tiempo en el que concretamos que la razón de nuestra esperanza por la que San Pedro clamó (cf. 1 Pe 3, 15) tiene nombre y es más que conocido por nosotros siendo Cristo la causa de la misma.
No podemos olvidar, por otra parte, que al igual que los apóstoles, al descubrir que Cristo había resucitado se lanzaron a evangelizar sin miedo alguno, exactamente igual debemos hacer nosotros, sus hermanos en la fe. Sabemos, a la perfección (después de haber pasado tantos siglos desde entonces) que Jesucristo está con nosotros y que, además de esperar que llegue Pentecostés para sentirnos especialmente enviados en misión, en la misma ya estamos desde que somos capaces de comprender que Dios tiene una para cada uno de nosotros y que no podemos dejarla escondida, por ejemplo, bajo el celemín.
Vemos, pues, que tenemos numerosas tareas espirituales que realizar en este tiempo especial en el que esperamos la venida, de nuevo, del Espíritu Santo. Debemos sembrar siempre que sea posible en los campos del Señor para que fructifique la semilla y debemos fructificar nosotros mismos al haber sido sembrados por la Palabra de Dios y regados con el Agua Viva.
Recordemos, pues, a la Iglesia primitiva y seamos como aquellos que esperan para fundar su luz, su camino y su verdad pero hagámoslo no de forma tibia sino plenamente seguros de que con nosotros está Jesucristo y que, en nuestras tribulaciones, propias del ser humano, nunca nos abandonará.
Eleuterio Fernández Guzmán
Publicado en Soto de la Marina
No hay comentarios:
Publicar un comentario