2 de diciembre de 2011

Obedecer es amar







La obediencia es, en la vida ordinaria, una prueba que, en muchas ocasiones, hemos de pasar y que supone, sobre todo, una dejación del individualismo que tanto abunda hoy día.



Así, obedecer supone dejar a un lado, las más de las veces, nuestras ideas y someterlas a los de alguien que tiene, sobre nosotros, una autoridad y legitimidad para ordenar actuaciones, comportamientos, procederes.



Ahora, hemos de dar un paso más porque en el ámbito eclesial la obediencia juega un papel aún más importante porque, en algunas ocasiones, se deja de lado porque se sostienen posturas contrarias al Magisterio de la Santa Madre Iglesia.



Obedecer, entonces, es amar.



Remontándonos al Antiguo Testamento hay que temer a Dios y guardar sus mandamientos “porque eso es el todo del hombre” (Ecl 12,13) Por tanto, desde aquellas letras que las Sagradas Escrituras quedaba bien sentado qué es lo que debe hacer quien se dice y siente hijo de Dios.



Para confirmar esta idea, fundamental para el creyente, los Hechos de los Apóstoles dicen que “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hech 5. 29)



Por esto, continuamente se recomienda la necesidad de obedecer a los superiores en atención a Dios (Ecl 3, 5 ss) y a la autoridad humana (Rom 3, 1; Ef 6,1; Pdr 2,13) Y es que la Santa Madre Iglesia, ella misma, se asienta en la misma obediencia: “Quien os escucha a vosotros, me escucha a mí; y quien os rechaza a vosotros, a mí me rechaza” (Lc 10, 16) porque “el que me ama guardará mi palabra. El que no me ama no guardará mis palabras” (Jn 14, 23-29)



Pero lo que más tenemos que tener en cuenta es que el primero de nosotros, Cristo, obedeció hasta la muerte, “y muerte en cruz“ (Flp 2, 8) Porque, como hemos dicho, la obediencia es, en esencia, amor y el mismo se manifiesta en la dejación de lo propio en beneficio, por decirlo así, de quien, en definitiva, puede hacer lo que hace.



Sin embargo, hay muchas personas que, dentro de la Iglesia católica, reniegan de lo que supone obedecer como conducta ordinaria del católico. Reniegan de la obediencia para defender sus tesis que siendo, muchas veces, contrarias a la fe que dicen defender, no pueden ser admitidas por quienes tienen legitimidad para discernir entre lo que está de acuerdo a lo católico y lo que se aparta de lo ortodoxo. Y eso porque en un tiempo como el que, ahora mismo, impera, donde el relativismo se adueña de todos los campos que puede, no es posible admitir cierto tipo de disidencias.



Hace mucho tiempo ya lo entendió a la perfección aquel que se llamase Saulo pera que, con su conversión, fue conocido como Pablo. Y lo dice en su Epístola a los Romanos y no es otra cosa que es necesaria la “Obediencia en la fe” (Rom 1,5). Cumpliendo, así, con tal obediencia, se puede llevar la fe a los que no la conocen o a los ¡ay! la han perdido por entregarse al mundo.



Ciertamente que es posible discrepar con lo que no se está de acuerdo pero sin la debida obediencia cumplida con gozo es posible que muchas iniciativas que podemos tomar (más propias del egoísmo que de la comunión) terminen en nada y, más que nada, no sembrando nada de nada la Palabra de Dios.



Es más, en muchas ocasiones, aquellas personas (especialmente teólogos) que se lanzan a desobedecer la doctrina de la Iglesia católica acaban sembrando cizaña entre las piedras vivas que constituyen el cuerpo de la misma. Y no parece que recuerden aquellas palabras de Jesús acerca de la piedra del molino que deberían colgarse los que escandalizan a los pequeños en la fe (cf. Mc 9, 42)



Desobedecer en la fe no es actuación que pueda ser recomendada por nadie dentro de la Iglesia católica aunque, esto también es cierto, muchos de los que incitan a la desobediencia en diversos sentidos hace mucho tiempo que son miembros de la Esposa de Cristo sólo de nombre porque lo contrario es la verdad de las cosas.

 
Eleuterio Fernández Guzmán
 
 
Publicado en Acción Digital






























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