Dios, en su infinita Misericordia, sólo podía obrar bien con el pueblo que había elegido para que, por los caminos de aquel su mundo, transmitiera la Verdad. Y manifestó su Amor enviando a su Hijo, engendrado y no creado, para que fuéramos salvados.
La salvación del mundo y de todo lo creado por el Omnipotente tenía que obtenerse de una forma sobrenatural porque el Bien que se transmitía con ella era propio de unas manos y un corazón que, pudiéndolo todo, todo lo daba en beneficio de sus creaturas.
Y vino al mundo, naciendo en lo más pobre de lo pobre, Quien debía ser luz, sal que no pierde nunca su sabor y levadura que, en el corazón del hombre, lo llena y ensancha de amor, dicha y gozo y lo hace vivir con el Agua Viva que es para toda la eternidad y para siempre, siempre, siempre.
Y Aquel tenía que ser presentado en el Templo. No cumplir con la Ley de Moisés era algo que no entraba en el proceder de María y de José. Y allí acudieron. Fieles a lo dicho por el profeta hacen lo que todos los padres deben hacer. Son tiempos de esperanza en la llegada del Salvador que muchos, no todos al parecer, esperan en la seguridad de que la promesa, por ser de Dios, será cumplida cuando su voluntad así lo quiera.
Y lo quiso.
Los corazones de muchos estaban preparados para recibir al Mesías. Su esperanza estaba en su punto álgido porque Simeón y Ana eran fieles hijos de Dios que se sabían hijos de Dios y creían en lo que tanto tiempo habían estado esperando. Y se cumplió aquel mismo día en el que María y José, padres cumplidores con lo obligado, acudieron al Templo.
¿Quién era Aquel que llevaban a Jerusalén para ponerlo ante Dios en su propia Casa?
Dice Simeón que, según san Lucas, era «hombre justo y piadoso» (Lc 2, 25) «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción» (Lc 2, 34). Aquel era, pues, el Cristo, a quien los elegidos por Dios habían estado esperando desde que Abrahám dejara la comodidad de su casa y caminara, llevado por Dios, por el desierto de su vida y la de su pueblo.
Éste, Aquel, era el Cristo. Con Aquel, con Éste, muchos se elevarán por sobre de su miseria humana y mundana y llegarán a Dios desde su mismo corazón. Serán salvados por haber sabido escoger entre el Hijo y el mundo y haberse quedado con el Salvador que entonces, allí mismo, sostenía Simeón, anciano fiel a Dios.
Sin embargo, no para todos, Aquel, Éste, será luz y será semilla en sus corazones. Para muchos no será sino quien viene no para salvarlos sino para introducir en sus mundanas existencias la espina de la Verdad que hace sangrar las almas de quienes no quieren ser salvados sino, en todo caso, tener a buen recaudo los bienes materiales que han obtenido con su arrastrada vida por el mundo. Para tales personas Aquel, Éste, no será, sino, un signo al que prefieren no adherirse por si acaso tienen que salir del Templo y destruir sus negocios de palomas y cambios de moneda. No son partidarios de Dios sino de sus propios diosecillos de barro.
Y así era Cristo: pequeño pero omnipotente, indefenso pero a salvo de las asechanzas del mundo. Y con sus escasas dimensiones humanas fue presentado. Para salvación del mundo Aquel, Éste, fue puesto ante Dios para que lo tomara como propio, Hijo para que el Padre se complazca cuando salga del Jordán tras su bautismo de agua. Él, que portaba el que era de fuego y de Espíritu, se deja presentar ante Él mismo. Confluencia de Padre e Hijo siendo el Hijo el mismo Padre y conformando el misterio que, al llamar de la Santísima Trinidad, nos brinda la posibilidad de reconocer, otra vez, lo poco que somos y lo Todo que es Dios, incapaz de abandonar a un pueblo infiel pero suyo.
Y se presentó Cristo. Y nosotros, desde una distancia de miles de años, deberíamos admirar cada palabra que, sobre su persona, pequeña, se dijo y, sobre todo, tener en nuestro corazón la certeza de que cada día se hace presente entre nosotros porque Éste es el Cristo y nosotros sus hermanos.
Amén.
Eleuterio Fernández Guzmán
Publicado en ConoZe
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