Como tales células damos vida al tejido que, tras el paso del tiempo, ha dado en ser la imagen de Dios en el mundo. Por más errores que se hayan cometido por parte de las personas que, como seres humanos, han dado en llevar a la Esposa de Cristo hasta la situación en la que se encuentra hoy día, lo bien cierto es que aquel manojo de llaves que Jesús entregó a quien lo negara sigue siendo válido. Abre nuestro corazón, lo llena de la Palabra de Dios y, por así decirlo, lo conforma según la voluntad del Padre.
Por eso, a veces, resulta necesario preguntarse cómo es posible que los que hemos de dar forma, de conformar, el sí a Dios, el sí a Cristo, el sí al Espíritu, permanezcamos en estado de letargo, cual embrión que espera que llegue el día de salir al mundo, cuando nosotros somos herederos del Reino más importante que en el mundo ha sido: el Reino de Dios que Jesucristo ya anunció y trajo, siendo Él, siendo Hijo, siendo Padre y Espíritu.
Podemos preguntarnos, por lo dicho antes, cuál es, si hay, la razón por la cual permanecemos callados, como si la cosa no fuera con nosotros, cuando se zahiere a la Iglesia, cuando se insulta a Cristo, cuando se minusvaloran unas creencias que, venidas de Dios, sabemos que no son mejorables y no lo serán; podemos hacernos esa pregunta que, a veces, resulta tan incómoda: ¿En verdad, nos sentimos hijos de Dios?
Sobreponerse a la primera impresión que puede producir esa inquisición por la dificultad que, en ocasiones, supone ese verdadero hecho divino y humano, ha de valer la pena, necesaria, manifestar qué es eso de ser “hijos de Dios” , tener esa filiación de divina.
¡Somos hijos de Dios! Por eso mismo, ni podemos esconderlo ni nos está permitido hacer tal cosa. Pero hemos de ser conscientes de lo que eso significa.
Cabe, por lo tanto, despertar.
Bien dice San Josemaría que “Cuando emprendemos el camino real de seguir a Cristo, de portarnos como hijos de Dios, no se nos oculta lo que nos aguarda: la Santa Cruz, que hemos de contemplar como el punto central donde se apoya nuestra esperanza de unirnos al Señor” (Amigos de Dios, 212)
Sabemos, por eso mismo, que el sufrimiento, el cargar con nuestra cruz (“El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío”, dice el Maestro y recoge Lucas en su Evangelio, concretamente en 14, 27) es una realidad de la que no podemos, ni debemos, querer librarnos. Otra cosa sería permanecer callados, ausentes de la realidad, como si nada fuera con nosotros.
Por eso no podemos ser células durmientes.
No podemos serlo porque el permanecer dormidos, sin reconocer que conviene estar bien despiertos (aunque sólo sea porque no sabemos “qué día vendrá vuestro Señor” , recoge Mateo en 24, 42) supone no permitir, en primer lugar, que nuestro corazón ofrezca al mundo los dones y carismas que recibimos de Dios; y, en segundo lugar, porque, ciertamente, es traicionar el mandato del Padre al hombre mismo. Ese “someter la tierra” del Génesis (Gn 1, 28) no es, sino, una obligación a dar testimonio del Creador y de nosotros, su semejanza.
Testimoniar es, pues, en este tiempo de Adviento y, por extensión, en el resto de tiempos del año, en todo momento, hacer frente a las asechanzas que, contra Dios, contra Cristo, contra la Iglesia, contra la doctrina, contra nuestra creencia, contra, en fin, nuestra fe, puedan idearse, manifestarse o llevarse a cabo.
De otra forma bien se podrá argumentar, en el tribunal de Dios, en contra nuestra, con cierta facilidad, y nuestro Ángel Custodio va a tener que darle muchas vueltas a su pensamiento para sacarnos de esa difícil situación porque seguramente ya nos habrá avisado, a tiempo, de lo que teníamos que hacer.
Eleuterio Fernández Guzmán
Publicado en Acción Digital
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