9 de junio de 2012

Cuerpo de Cristo

 






El Evangelio de San Juan, escrito por aquel que fuera el discípulo, seguramente, más querido por Jesucristo, recoge, en un momento determinado del mismo (6, 56-57) lo que es esencial para nuestra fe. Dice, poniendo en boca de Cristo, que “Mi carne es verdadera comida, y mi Sangre verdadera bebida; el que come mi Carne, y bebe mi Sangre, en Mí mora, y Yo en él.” Y nos muestra el significado exacto de lo que podemos entender como Cuerpo de Cristo y, sobre todo, lo que significa para los que creemos en Jesucristo, Hijo de Dios y hermano nuestro. 

La fiesta del Corpus Christi se empezó a celebrar allá por el año 1246 en la ciudad de Lieja (Bélgica). Pero su extensión se produjo cuando el Papa Urbano IV  publicó la bula “Transiturus” a través de la cual se estableció la celebración de tal festividad. Con la misma recordamos y celebramos la proclamación de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía.

Al respecto del Corpus, dijo Benedicto XVI en la Homilía de la Santa Misa de la celebración del tal día en 2011 que

“’Todo parte, se podría decir, del corazón de Cristo, que en la Última Cena, en la víspera de su pasión, dio gracias y alabó a Dios y, obrando así, con el poder de su amor, transformó el sentido de la muerte hacia la cual se dirigía. El hecho de que el Sacramento del altar haya asumido el nombre de ‘Eucaristía’ —‘acción de gracias’— expresa precisamente esto: que la conversión de la sustancia del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo es fruto de la entrega que Cristo hizo de sí mismo, donación de un Amor más fuerte que la muerte, Amor divino que lo hizo resucitar de entre los muertos. Esta es la razón por la que la Eucaristía es alimento de vida eterna, Pan de vida. Del corazón de Cristo, de su ‘oración eucarística’ en la víspera de la pasión, brota el dinamismo que transforma la realidad en sus dimensiones cósmica, humana e histórica. Todo viene de Dios, de la omnipotencia de su Amor uno y trino, encarnada en Jesús. En este Amor está inmerso el corazón de Cristo; por esta razón él sabe dar gracias y alabar a Dios incluso ante la traición y la violencia, y de esta forma cambia las cosas, las personas y el mundo.”

Por lo tanto, el Cuerpo y la Sangre de Cristo constituyen en fuente de la vida eterna en la que beber el Agua Viva que nos lleva a ella.

Y, más adelante, en aplicación de lo que significa el Cuerpo de Cristo en nuestra vida de creyentes, dice el Santo Padre que

“Caminamos por los senderos del mundo sin espejismos, sin utopías ideológicas, llevando dentro de nosotros el Cuerpo del Señor, como la Virgen María en el misterio de la Visitación. Con la humildad de sabernos simples granos de trigo, tenemos la firma certeza de que el amor de Dios, encarnado en Cristo, es más fuerte que el mal, que la violencia y que la muerte. Sabemos que Dios prepara para todos los hombres cielos nuevos y una tierra nueva, donde reinan la paz y la justicia; y en la fe entrevemos el mundo nuevo, que es nuestra patria verdadera. También esta tarde, mientras se pone el sol sobre nuestra querida ciudad de Roma, nosotros nos ponemos en camino: con nosotros está Jesús Eucaristía, el Resucitado, que dijo: ‘Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos’ (Mt 28, 21). ¡Gracias, Señor Jesús! Gracias por tu fidelidad, que sostiene nuestra esperanza. Quédate con nosotros, porque ya es de noche. ‘Buen pastor, pan verdadero, oh Jesús, piedad de nosotros: aliméntanos, defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la tierra de los vivos’. Amén.”

En realidad, la Iglesia católica constituye el Cuerpo de Cristo. Pero tal cuerpo no es uno que no sea inerte sino que está vivificado por el Amor de Dios y por el de su fundador, Jesucristo. Es, somos, pues, un cuerpo vivo que nace de la voluntad de Dios de permanecer siempre con nosotros en Jesucristo, engendrado por el Creador desde la eternidad para ser hermano y para ser Él mismo hecho hombre.

Participar, pues, de ser miembro de la Iglesia católica y de constituir el Cuerpo de Cristo se ha de hacer de una forma que no sea indigna ni que pretiera lo más importante que tal pertenencia supone. Hacer lo contrario es dar pistas al Mal para que ahonde en la cizaña que, a veces, entra en la Iglesia católica como aquel humo del que habló Pablo VI.


Eleuterio Fernández Guzmán


Publicado en Análisis Digital

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