Sin embargo, ser sacerdote es, y supone, mucho más que la concurrencia, en la plaza pública, de casos en los que se demuestra que también son seres humanos y están sometidos, según el espíritu de cada cual, a las tentaciones más humanas que sólo son fe y consecuencia con su estado, se pueden evitar.
Como no podía ser de otra forma ha tenido que ser Benedicto XVI, también sacerdote, quien tenga que ofrecer, en una Lectio divina sobre el sacerdocio, la clave del ser mismo de sacerdote que es, para empezar, el “puente” entre Dios y el hombre.
Así, dice el Santo Padre que “El otro elemento es que el sacerdote tiene que ser hombre. Hombre en todos los sentidos, es decir, debe vivir una verdadera humanidad, un verdadero humanismo; debe tener una educación, una formación humana, virtudes humanas; debe desarrollar su inteligencia, su voluntad, sus sentimientos, sus afectos; debe ser realmente hombre, hombre según la voluntad del Creador, del Redentor, porque sabemos que el ser humano está herido y la cuestión de “qué es el hombre” está oscurecida por el hecho del pecado, que ha lesionado la naturaleza humana hasta en lo profundo”
Sin embargo la humanidad de la que, sin duda, goza el sacerdote no hace, digamos, humano en el mal sentido de la palabra, por mundano sin que, para su caso, en sentido de “Lo humano es ser generoso, ser bueno, ser hombre de la justicia, de la verdadera prudencia, de la sabiduría”.
Y es aquí donde podemos apreciar la verdadera naturaleza del creyente que ha querido, al no hacer oídos sordos a la llamada de Dios, ser bueno, ser hombre de justicia, prudente y sabio que es, con exactitud, la función humana que desempeña el sacerdote.
Eso sí es sacerdotes, hombre de Dios dedicado al mismo Creador y a sus semejantes.
Además, ser sacerdote serlo sin límites en el tiempo o el espacio. Por eso dice el Santo Padre que “el sacerdocio no es una cosa para algunas horas, sino que se realiza precisamente en la vida pastoral, en sus sufrimientos y en sus debilidades, en sus tristezas y también en sus alegrías, naturalmente. Así nos convertimos cada vez más en sacerdotes en comunión con Cristo”.
Y tal comunión provee, al sacerdote, de la misma para con el resto de la humanidad, hermana, también, del Hijo de Dios.
Y todo el comportamiento del sacerdote como hijo especial que dedica su tiempo a los demás, se asienta sobre una palabra que dice más de lo que significa: la obediencia.
Sin embargo, tal vocablo la deriva Benedicto XVI hacia otra que es el mejor ejemplo de lo que el sacerdote hace: “En lugar de la palabra ‘obediencia’, nosotros queremos como palabra clave antropológica la de ‘libertad’. Pero considerando desde cerca este problema, vemos que las dos cosas van juntas: la obediencia de Cristo es conformidad de su voluntad con la voluntad del Padre; es un llevar la voluntad humana a la voluntad divina, a la conformación de nuestra voluntad a la voluntad de Dios”.
Es decir que lo que lleva a cabo lo hace y lleva a cabo de forma libre porque nadie lo coacciona a llevarlo a cabo. Es una libertad que parte del mismo corazón y que es expresión de reconocer y saber que el Espíritu Santo habita en él.
Y eso porque “En verdad, la obediencia a Dios, es decir, la conformidad, la verdad de nuestro ser, es la verdadera libertad, porque es la divinización. Jesús, llevando al hombre, el ser hombre, en sí y consigo, en la conformidad con Dios, en la perfecta obediencia, es decir, en la conformación perfecta entre las dos voluntades, nos ha redimido y la redención es siempre este proceso de llevar la voluntad humana a la comunión con la voluntad divina”.
Por eso, no conviene confundir la libertad con la que el sacerdote actúa con ningún tipo de dominación ni control alguno de parte de sus superiores. Es libertad pura, alejada del la alienación que, en muchas ocasiones, le atribuyen los malsanos portadores del Mal.
Y es que ser sacerdote es, más que nada, ser especialmente elegido. Y los demás, siempre deudores de tal elección.
Eleuterio Fernández Guzmán
Publicado en Acción Digital
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