8 de diciembre de 2011

¡Qué gracia tan grande ser cristiano!




Pronto llegará, de nuevo, la Navidad. Podría parecer festividad repetitiva pues, cada año, cuando llega, para muchos pueden ser momentos que, como siempre, vienen; que, como siempre, vuelven a ser. Por eso, es posible que algunos, llevados por una fe poco profunda, entiendan que es mejor no prestar mucha atención a este tiempo luminoso a la par que dador de esperanza.

Como sabemos, es la gracia un “don o favor que se hace sin merecimiento particular; concesión gratuita” de Dios al hombre. Por eso, aquellos que nos consideramos hijos de Dios por haber sido creados a su imagen y semejanza, no podemos, sino, sentir agradecimiento porque, precisamente en este tiempo de luz, recibimos ese singular regalo para el alma que es ponernos, por su bondad y misericordia, en el camino de la salvación, hacia su Reino yendo. 

El Beato Juan Pablo II, en la Misa de Navidad de 1997, vino a decir que “¡El nacimiento del Mesías! Es el acontecimiento central en la historia de la humanidad. Lo esperaba con oscuro presentimiento todo el género humano; lo esperaba con conciencia explícita el Pueblo elegido”. 

Pero, por si lo dicho, por parte del Papa polaco, no fuera suficiente, en el Ángelus del 15 de diciembre de 2002 dijo que “La Navidad es por excelencia fiesta de la familia, pues Dios, al nacer en una familia humana, la eligió como primera comunidad consagrada por su amor”. 

¡Y qué gran verdad es esto! 

Porque de nuevo llegará la Navidad. Tiempo, éste, de memoria por el bien hecho por Dios al hombre; tiempo, éste, de traer al hoy lo que, a lo largo de los siglos, ha supuesto el nacimiento, revivido, del hijo de María que, precisamente por eso, es hermano nuestro (o, mejor, nosotros hermanos suyos) y ella Madre nuestra. Es Madre que, soportando el miedo primerizo de enfrentarse al inesperado bien divino supo permanecer, en aquellos momentos de espanto ante el mundo, como la fiel entre las fieles, libre de manifestar, por eso mismo, su voluntad aquiescente a que la de Dios se hiciera persona. 

Pero, entonces, ¿qué ofrecemos al mundo en este tiempo fuerte para el espíritu?

“En Navidad nuestro espíritu se abre a la esperanza contemplando la gloria divina escondida en la pobreza de un Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre: es el Creador del universo reducido a la impotencia de un recién nacido”. 

Con estas palabras, Benedicto XVI, acompañaba el Mensaje de Navidad del año 2005 con esa certera verdad. También, en su Carta Encíclica Spe Salvi (5) nos ayuda a comprender tanto la necesidad de no perder la esperanza como la obligación, grave para un cristiano, de no olvidar Quién viene, de nuevo, a nacernos. “En todo, y al mismo tiempo por encima de todo, hay una voluntad personal, hay un Espíritu que en Jesús se ha revelado como Amor”. 

Y es ese Espíritu el que nos regala, nos entrega, nos da, el don de la gracia que supone el nacimiento de Jesús, ese Emmanuel del que, otra vez, recordaremos su estancia eterna entre nosotros. 
“Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo” son las palabras que recoge Mateo en su evangelio (Mt 28,20) dichas por el Maestro.

Y ahora, en estos días, rememoramos, para no olvidarlo, que la gracia de Dios nos nace. Y nos nace a nosotros, que lo recibimos, con ansia de no perderlo más entre los afanes del mundo porque, aunque que sea para todos, Juan también, en su evangelio, dijo que “Vino a su casa, y los suyos no la recibieron” (Jn 1, 11)

Y se refería a la Palabra que era la luz. A Jesús, a la gracia hecha hombre.




Eleuterio Fernández Guzmán




Publicado en Acción Digital





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