15 de diciembre de 2011

El horizonte del hombre y Dios .- 1.- El hombre horizontal










Sabemos que el mundo, este siglo, como dirían los antiguos, es atrayente, que vivimos en él y que, de eso, no podemos escapar. Pero, la verdad es que hay muchas formas de vivirlo. También sabemos que el hombre, ese ser creado por Dios a su imagen y semejanza, este hijo suyo, en medio del mundo y en su vida ordinaria tiene algo que pagar para poder vivir en su seno; que tiene, en su relación con el otro, con el hermano o gentil, que dejarse atrás y en su camino algunas cosas, algunas realidades. Esto, creo yo, es lo que sigue.



Podemos, por ejemplo, dejarnos convencer por las facilidades que nos ofrece el mundo, vender nuestro presente sin darnos cuenta de lo que supone esa dejación de la responsabilidad que tenemos como Hijos de Dios. Que quede claro que la realidad de la filiación divina (de ser hijos de Dios) no es algo que dependa de nuestra voluntad. O sea, no podemos decir que, como no creemos en Dios, esa filiación la olvidamos y hacemos como si no existiera. Esto es, simplemente, imposible. Una cosa es no aceptar la religión y otro, muy distinto, es que ese re-ligare, ese unir al hombre con Dios, se pueda evitar. No es cuestión de aceptación, pues la realidad, la Verdad, no puede elegirse a gusto de cada cual, es como es.



Esas facilidades nos abarcan (y miren que no digo les abarcan; o sea, que también yo me incluyo) a casi todos a hacer uso de ellas, entregándonos y produciéndonos una dispersión de afectos de la que sólo puede derivarse una pérdida de los valores esenciales que constituyen nuestra personalidad como personas.



Además de esto, lo que denominamos respetos humanos (el qué dirán, etc.) nos impiden llevar a cabo un comportamiento verdaderamente espiritualizado, pues nos obligan a hacer no lo que deberíamos sino lo que, muchas veces, se espera de nuestro ser social. Sin embargo, esta sociedad, muy perturbada por el ansia de tener más y que hace prevalecer ese tener sobre el ser por un hedonismo rampante y un amor a lo propio excesivo, no puede ser el marco donde desenvolver nuestra personalidad de forma correcta, adecuada, pues su desarrollo no es, precisamente, lo que mejor va con una armonía con el verdadero mundo que Dios pretende, que legó a nuestros primeros padres y a los que conminó a dominar pero no a dejarse dominar por él.



Esto es, tan sólo, es una advertencia ante lo que hay que elegir: estar en el mundo pero no ser mundanos… es una santa recomendación. Quiero decir que esto lo dijo el santo llamado, por el Beato Juan Pablo II, de lo ordinario. Y si esto no se tiene en cuenta…



De otra forma pagamos en libertad, que entregamos al mundo; pagamos, en sometimiento a los modos que imponen los que se benefician de ello; pagamos perdiendo las virtudes primeras que debemos ejercitar; pagamos, por último, dejando de ser personas en su exacto sentido para ser personas controladas y mediatizadas por los medios de poder y sometidos, al pagar lo que no recuperaremos a no ser que queramos (cosa bastante difícil, por cierto; aunque de conversiones habría mucho que decir y muchos ejemplos que poner).



Una vez visto lo que hay que pagar, veamos lo que hay que dejar de tener si, de hoz y coz, metemos toda nuestra persona en los vericuetos de nuestro hoy.



Cuando nos sometemos, voluntariamente, a las facilidades y posibilidades a las que he hecho referencia anteriormente, lo primero que dejamos de tener es un ser que deja de ser para estar. Lo que quiero decir es que el tener pasa a ser más importante que el mismo hecho de ser atribuyendo, así, la, de manipular a la persona, desde su concepción, atendiendo al sentido utilitario que, al fin y al cabo, tiene esta concepción perversa del mundo y de nuestra vida. Recordemos, si es necesario y para que quede bien claro, que el fin no justifica, nunca, los medios a pesar del utilitarismo rampante que hoy día se adueña de muchos comportamientos y conciencias.



Pero, cuando atendemos al respeto humano para conducir nuestras relaciones sociales, dejamos de percibir el mundo como, verdaderamente, tendríamos que percibirlo. El mundo, nuestro vivir en él, ha de conducirse atendiendo a lo que verdaderamente importa, independientemente de lo que quienes perciben nuestro actuar entiendan con arreglo a su concepto de la sociedad que es uno que lo es, casi siempre, es impuesto. El que sea sí lo que es sí y no lo que es no, expresión de Jesucristo, es la mejor manera de conducirse, no cambiando como llevados por una veleta, por la subjetividad exclusivista que considera a la comunidad de personas como un campo donde sembrar nuestra propia y única cosecha; cosecha de la que obtenemos un fruto agrio, amargo, pues al excluir al otro, en un comportar egoísta, la dulzura de la entrega a ese otro la perdemos, la dejamos de tener. Eso, creo yo, no es muy bueno para el devenir nuestro.



Pero aún más. Cuando, acudiendo a lo dicho, optamos por la facilidad que se nos ofrece, optamos por lo pragmático, aunque esto sea contrario a nuestra fe porque nos gusta o nos viene bien, perdemos, o dejamos de tener, un comportamiento, porque tenemos uno hipócrita, no fundamentado, pues hemos perdido el fundamento de una existencia cristiana, y por eso, intrínsecamente humana. Entiéndase que no digo que otra concepción de la vida no tenga sentido, lo que digo es que el concepto cristiano de la existencia tiene un sentido perfecto, pues perfecto es de Quien procede.



Vemos, pues, que siempre que no entramos en los límites de Dios el hecho mismo de vivir en el mundo tiene consecuencias, para bien y para mal, que pagamos en bienes morales para recibir en bienes materiales (¡tan fungibles ellos!); que dejamos de tener una verdadera libertad, una moral (concepto ético esencial y no sólo cristiano) que conduzca nuestra vida de forma correcta y, por último, y al fin y al cabo, un ser que sea, verdaderamente, hijo del Creador.



Y es que la coherencia espiritual es, a veces, tan difícil de ejercitar…


Eleuterio Fernández Guzmán



Publicado en Acción Digital


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