Jueves XXXIII del tiempo ordinario
Lc 19,41-44
“En aquel tiempo, Jesús, al acercarse a Jerusalén y ver la ciudad, lloró por ella, diciendo: ‘¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, en que tus enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes, y te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita’.
COMENTARIO
Jesús había sido enviado por Dios para que el pueblo elegido supiera que había equivocado el camino y que aquel no era el que les había marcado cuando Abrahán salió de su pueblo. Vino para salvar a la humanidad.
Muchos no le escucharon y, al igual que profetizó Cristo acerca de Jerusalén y la destrucción de su templo años después de su inmerecida muerte, refiere lo mismo acerca de nosotros: debemos creer en Dios y en su Hijo y, así, actuar en consecuencia.
Los discípulos de Cristo no podemos, a pesar de lo que se nos dice que puede pasar, caminar por el mundo de forma pesimista porque sabemos que Dios es nuestro Señor y siempre tenemos la esperanza de ser llamados a la Casa del Padre a vivir en el cielo y no el infierno. Para eso, sin embargo, tenemos que convertirnos y creer en el Evangelio.
JESÚS, sabías lo que iba a suceder en Jerusalén apenas unas décadas después de tu muerte y resurrección. Avisaste para que se convirtieran y dejaran el camino errado por el que caminaban. Nosotros, en muchas ocasiones, tampoco querernos confesar nuestra fe porque no nos conviene.
Eleuterio Fernández Guzmán
Hoy, la imagen que nos presenta el Evangelio es la de un Jesús que «lloró» (Lc 19,41) por la suerte de la ciudad escogida, que no ha reconocido la presencia de su Salvador. Conociendo las noticias que se han dado en los últimos tiempos, nos resultaría fácil aplicar esta lamentación a la ciudad que es —a la vez— santa y fuente de divisiones.
Pero mirando más allá, podemos identificar esta Jerusalén con el pueblo escogido, que es la Iglesia, y —por extensión— con el mundo en el que ésta ha de llevar a término su misión. Si así lo hacemos, nos encontraremos con una comunidad que, aunque ha alcanzado cimas altísimas en el campo de la tecnología y de la ciencia, gime y llora, porque vive rodeada por el egoísmo de sus miembros, porque ha levantado a su alrededor los muros de la violencia y del desorden moral, porque lanza por los suelos a sus hijos, arrastrándolos con las cadenas de un individualismo deshumanizante. En definitiva, lo que nos encontraremos es un pueblo que no ha sabido reconocer el Dios que la visitaba (cf. Lc 19,44).
Sin embargo, nosotros los cristianos, no podemos quedarnos en la pura lamentación, no hemos de ser profetas de desventuras, sino hombres de esperanza. Conocemos el final de la historia, sabemos que Cristo ha hecho caer los muros y ha roto las cadenas: las lágrimas que derrama en este Evangelio prefiguran la sangre con la cual nos ha salvado.
De hecho, Jesús está presente en su Iglesia, especialmente a través de aquellos más necesitados. Hemos de advertir esta presencia para entender la ternura que Cristo tiene por nosotros: es tan excelso su amor, nos dice san Ambrosio, que Él se ha hecho pequeño y humilde para que lleguemos a ser grandes; Él se ha dejado atar entre pañales como un niño para que nosotros seamos liberados de los lazos del pecado; Él se ha dejado clavar en la cruz para que nosotros seamos contados entre las estrellas del cielo... Por eso, hemos de dar gracias a Dios, y descubrir presente en medio de nosotros a aquel que nos visita y nos redime.
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