14 de noviembre de 2011

Abrir los oídos a Dios







Entre las obligaciones que, como cristianos, tenemos, está, como muy importante, la de no olvidar que si Dios se dirige a nosotros no podemos hacer oídos sordos sino que, al contrario, tenemos que abrir los oídos a Dios.

¿Por qué tenemos que tener tal actitud?

Quien, como su hijo se reconoce, ha de entender que el Padre no puede estar, como se dice, predicando en el desierto donde nadie oye ni nadie escucha. Muy al contrario, el vocabulario, la Palabra de Dios, tiene un destinatario claro: tú, yo, cada uno de nosotros.

Por tanto, no podemos hacer como si no fuera con nosotros lo dicho por el Creador.

Actitud de oyente

Antes que nada, quien se reconoce fiel seguidor de Abraham, de Isaac, de Jacob y, al fin, de Jesucristo, ha de mantener, sobre todo, una voluntad diáfana al respecto de lo que Dios quiere de nosotros: atender los requerimientos del Creador.

Pero tanto el silencio (estado recomendable para oír a Dios) como la batalla personal contra lo mundano han de suponer, para las personas que nos consideramos hijos de Dios, un aliento y una suerte de posibilidad de demostrar que nuestra fe no es una fe muerta ni de ocasión, de conveniencia, light ni tampoco vana.

Por eso nuestra actitud ha de suponer la apertura del corazón para que mane de él la voluntad de aceptar la que lo es de Dios y que pueda decirse, en efecto, que de la bondad del corazón habla la boca.

Abrir los oídos

De tal forma ha de ser la situación de nuestro corazón que los oídos del mismo sean receptores de la bondad de la Palabra de Dios y, así, de la profundidad de su sentido.

Abrir los oídos no ha de ser una actitud que nos parezca extraña sino, al contrario, una que lo es de ordinario ser y parecer.
Un fruto que se obtiene de abrir los oídos del corazón es que el mismo deja de ser de piedra para venir a ser de carne, cumpliéndose, así, la promesa que hiciera Dios y que recoge Ezequiel en 11, 19 ( “yo les daré un solo corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo: quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que caminen según mis preceptos, observen mis normas y las pongan en práctica, y así sean mi pueblo y yo sea su Dios” )
Vemos, entonces, que lo dicho por el Creador deviene o, mejor, nos transforma en verdaderos hijos suyos porque si, a partir de aceptar lo dicho por Él caminamos atendiendo lo que es su voluntad y observando sus normas... así correspondemos a la bondad de la donación que a nosotros nos hace de la vida misma.
Seremos, además, su pueblo, parte de su filiación, hijos que reconocen a su Padre y le dan gloria.
Tener, según lo dicho, una actitud de escucha ante Dios y, acto espiritual seguido, oír lo que nos dice, muestra que, en realidad, nos creemos lo que decimos que somos y que no se trata de una teoría que no va a ninguna parte empezando, tal parte, por nuestro corazón.
Por otra parte, cuando la muchedumbre vio lo que había hecho Jesús con el sordo y mudo exclamó aquello de “¡Todo lo ha hecho bien!” porque entendía que su comportamiento era, en realidad, como se espera que fuera.

Pues tal forma de ser también se espera y reclama de nosotros, los hijos de Dios: abrir los oídos, escuchar a Dios... actuar en consecuencia.



Eleuterio Fernández Guzmán

Publicado en Acción Digital

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